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lunes, 22 de febrero de 2010

ABISMOS A MIS PIES (Continuación)

         Fuera ya de ese cuarto rosa que ha sufrido una especie de encantamiento desde que mi hija se trasladara a Roma, entre el espacio circular de la galería, se cuelan ahora, los rayos del sol por el gran ventanal de la terraza y por los ojos de pez de la cúpula. La luz va a dar en el mármol de la solería, donde se calca el perfil de la ventana por ese poderío que la luminosidad del sol suelta dentro de la casa. Desde la baranda que delimita el hueco de la galería que da al vestíbulo de la primera planta, observo atentamente el resplandor que ahora mismo reparte tanta claridad a todo el hueco del vestíbulo y al segundo piso.
        Cuando me fijo concienzudamente, entre esa pantalla de sol que se cuela a través de los cristales y que permite que se refleje la apariencia de la ventana sobre el pavimento o las paredes de la casa, las motas de polvo flotan suspendidas aparentando que se mecen en el ambiente como diminutos granos de polen. Y este inexplicable haz de luz, me recuerda, aquellas tardes de finales de verano en las que el sol de poniente irrumpía unos segundos por la claraboya del tejado de launa, de la vetusta casa de mi abuela paterna, dándole un sin fin de magia al cuarto destartalado de los trastos y a mi infancia sombría.
        Estos detalles nimios que me regalan tantas horas de soledad son los que en ocasiones, me traen, además de volátiles imágenes, aquellas antiguas ganas de cantar que tenía a todas horas y que ya forman parte de una juventud atolondrada, en la que una hermosa canción salía con pasión desde mi garganta hasta mi boca, y me distraía, de cualquier contaminación que pudiera ensombrecer, en aquel entonces, mi alma. Una juventud aquella, vista desde el plano puntual que me han entregado los años, tan radiante como esta claridad que se ha colado como una fisgona muy queridísima en la casa.
         Pero de pronto pegada a la baranda de hierro de la galería, me invento, por eso de matar a la vez de un mismo disparo la morriña y el aburrimiento, que la casa se ha dado la vuelta y se ha colocado boca abajo, y ahora el techo de la cúpula se ha trasformado en el suelo del vestíbulo y luego piso sobre ese yeso blanco con mis dos pies y como si caminara guardando el equilibrio sobre una estrella radiante de ocho puntas, igual a las nervaduras que unen los fragmentos de ese cascarón que cierra mi casa y cuya forma octogonal se parece, pero en mayor tamaño, a la silueta marmórea de la entrada.
         Poderosa cabeza, siempre acaba dándole un giro de tuerca a mi vida como si no tuviera nada más útil qué hacer. Pero no contenta del todo, pongo el dibujo del vestíbulo, de techo de esta vivienda. Un dibujo octogonal formado con pequeñas y romboides piezas de mármol en el centro del vestíbulo, y que se trasforma en la imagen central del techo, por el impulso de mi fascinación. La imagen improvisada de un rosetón gótico por donde se cuela la luz del exterior dándole transparencia y color al jaspe que he adaptado arriba minutos antes, y con toda intención sobre mi cabeza, pero en la cubierta de la casa. Así puedo imaginarme que estoy plantada bajo la poderosa protección de un templo y recibiendo los beneficios de mi fe, porque supuestamente, el esqueleto de una iglesia, debería desplegar su gran poder mediático ante la presencia de Dios.
         Y esta mañana de peregrinación por casa y de invitación a la abstracción percibo que necesito la ayuda del Todopoderoso para, que “no me engulla el vientre oscuro de este gran pasillo” que se ha trasformado en el día de hoy en las fauces abiertas de un enorme dragón que exhala hacia afuera, en vez de fuego, un gran vacío por la abertura de su boca.