
Después de mucho andar siguiendo aquel serpenteante trayecto y siempre pisando aquella grandísima sombra, la silueta que me precedía se frenó en seco y después se volvió, dobló su cuerpo erguido y alargó su brazo negro, abrió su oscura mano, atrapó mi insignificante figura, la llevó como un bocado apetitoso hasta su boca abierta y al punto me tragó tal, como si yo hubiera sido una liliputiense barra de pan engullida por un gigante hambriento. Pero recuerdo muy bien que en voz alta dije, ¡Dios! me devora la literatura.
Reconozco que hoy me he despertado hecha pedazos y lo mismo que si hubiera aparecido en el interior de un laberinto donde nunca podré encontrar la salida. Y bien mirado, en este momento, el mundo me parece un bosque compacto, repleto de grandísimos escritores donde yo me veo tan diminuta como un pigmeo.