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viernes, 28 de enero de 2011

LOS GATOS

          A doscientos metros de mi puerta hay una enorme finca abandonada que se ha transformado, con el paso de los años, en colonia de gatos.
         Por las tardes, cuando paseo con los perros, el sol púrpura del atardecer entra sesgado entre los árboles y atraviesa las ramas desnudas de la vegetación y los huecos de la baranda herrumbrosa que rodea la propiedad. Mientras sigo con la mirada el desmán de mis perros ante tanto gato, un sol crepuscular se cuela de forma sorprendente en el sitio y lo envuelve todo con un tapiz luminoso, que parece polvo chispeando y que en el último momento acaba posado sobre mí o sobre los pilares corroídos de las tapias.
         La finca, dividida en la actualidad en dos partes, la atraviesa un carril de asfalto por donde corretean de vez en cuando coches extraviados y algunos caminantes solitarios. Si me paro al lado derecho de una de las tapias que cercan el recinto, los gatos salen serpenteando de sus escondrijos moviendo cautelosos su barriga lisa y echando sus pezuñas, paso a paso. Y si observo atentamente sus ojos, en esas bolas cristalinas de fondos enigmáticos, aparecen dibujados, un misterio remoto además de suculentos platos de comida, pues a tales excesos, los tienen acostumbrados los habitantes más compasivos del barrio. Pero cuando mis perros embisten con sus patas delanteras los recortes de la tapia que han quedado en pie, esos mininos se plantan delante como efigies inertes, y minan, la moral de mis falderos con su visión misteriosa, clavada y penetrante.
         Al otro lado de la finca y del asfalto quedan todavía las ruinas de lo que fuera antiguamente un edificio. Porciones nostálgicas de otra época y de una hospedería a la que venían a parar, los fines de semana, los senderistas de esta urbe o de otras poblaciones más lejanas cuando este trozo de tierra era sólo, cauces de agua, campo y soledad.
         El edificio -una galería recta de dos plantas con una considerable longitud y profusos ventanales rematados de forma circular- se mantiene plenamente en pié. Sin embargo, el pillaje, ejercido por una inagotable sucesión de jóvenes toxicómanos que desde el abandono del inmueble se colaba por el hueco del portón de acceso a la casa, dejó esa residencia prácticamente en el esqueleto. Hasta que un día impreciso, ese portón de entrada, amaneció cegado por una pared de ladrillo. No obstante, esa simple medida, hizo desaparecer la escoria de estos alrededores. Aunque, más tarde, la dura climatología del invierno ha convertido esa larga sucesión de ventanas sin cristales en huecos abiertos al trasiego del aire, al vuelo de los pájaros y a los rayos fulminantes del sol. Mas, por esa galería de miradores huecos y de marcos carcomidos por la humedad y más de una década, traspone en esta época, el último sol del día. Un haz de luz que dura escasamente dos minutos.
         Sin embargo, esa fúlgida brazada de partículas translúcidas arroja su llama fascinante atravesando desde muy lejos la atmósfera crepuscular, la oquedad corroída de esos escaparates vanos y el grueso ramaje de un olmo centenario que hay postrado bajo esa línea interminable de ventanas. Después, hay un último momento en que tal abundancia de partículas granates se posa sobre una silueta casi atónita, la mía, que espera paciente bajo el olmo a que ese postrero rayo del sol me convierta, a esas horas de la tarde, en una antorcha humana digna de un retrato.
         Clavada, bajo ese haz de luz como si tal fulgor me iluminara desde las entretelas de un escenario de teatro, la aureola del sol me despierta increíbles fantasías que parecían ya aletargadas.
         Cuando vuelvo del paseo, paso por un tamiz ese momento placentero del que gozo ciertas tardes soleadas de invierno y si lo revivo, aunque los recuerdos nunca son táctiles, descubro que son lo bastante fuertes, lo bastante hermosos y lo bastante certeros, como para sacarme del fondo de cualquier abismo si en ese minucioso intervalo lo hubiera.

         La experiencia en sí misma es un sobrevenir de calma.