A distancia, la mirada absorta de
Manuela se entendía como un gesto sosegado que bañaba su rostro arrebujado de
anciana. Sus ojos embelesados jamás se viraban súbitamente de un lado a otro,
sino que giraban palmo a palmo siguiendo el mismo peregrinar que rodaba en el planetario
del cielo. O quizás perseguían algún surco alejado de ese universo milagroso de
los espejismos. Con los ojos abiertos su campo de visión era fugaz, blondo o
lacrimógeno, pero de vez en cuando sus párpados se le caían adormecidos.
Descendían pesados y como los de un alma embelesada en un mundo onírico preñado
de reclamos. Pero cuando abría sus ojos y volvía a la vida desde aquel reino
nebuloso, su mirada de fidelidad escudriñaba aquel espacio refulgente.
Segundos más tarde, se removía la
humareda de la casa.
Algo aturdida, al avivarse de nuevo su
vida dirigía sus ojos hacia el haz de luminosidad que entraba por el gran ventanal.
Algunas veces se columpiaba sobre la mecedora y su cuerpo longevo, durante la
traslación, simulaba un péndulo que acompasaba la vida suspendida del Callejón de los Gatos. Los ojos grisáceos y blancos de Manuela tenían esos
matices vagos de alas de las palomas. Y cuando su mirada volaba, se quedaba gustosamente clavada sobre el tamiz
de la luz. Esa mirada desvaída nunca pestañeaba sino que respiraba y sufría un
encadenamiento lechoso hacia la luz. Pero con aquel palmo pautado de mirador
abierto, disfrutaba de un excelente ángulo de enfoque al reducido cosmos del callejón.
Desde aquel muro que sellaba el callejón,
caía inextinguible entre la boca de una
gárgola, un caudal rumoroso de agua sobre el vaso de un pilón. Y desde el hueco
de su ventanal Manuela escrutaba las manos, el ropaje, el andar y el rostro de
la vecindad en su ir y volver del agua hasta el hogar.
Ella se remueve en la hamaca.
Ella se pregunta y a veces deja atrás
¡y mira! y se resigna a ese continuo viajar suyo y del vecindario que nunca descansa.
Pero fue en el calor soporífero de aquel verano
de lentitud y paciencia, cuando escuchaba el clamor de su viejo moribundo
postrado en cama.
_Manuela ya has perdido de nuevo los
sentidos. ¿Verdad?
Siempre zanganeando.
Siempre revoloteando.
_Vieja haragana, despabila. Cámbiame
de postura que se me clava en el costado el borde de la cama.
Pero Manuela eternizaba sus
movimientos y en vez de andar inhiesta hacia la alcoba, sus piernas oscilaban
al ritmo lento de su emotividad. Su cuerpo blando de anciana se movía creando ondulaciones
axiomáticas pactadas en dos segundos con su gastado organismo.
Ella flaquea delante de él pero aprieta
los dientes y hace una pausa compasiva para
no
llorar. Después gira su rostro por si es posible aún no menguar tanto y
de nuevo agacha las orejas y cede a la iniquidad.
Cuando el día llega al final, el desahuciado
vuelve a vocearla.
_Manuela, ese caldo, que de algo me
habré de alimentar.
Y como si fuera el eco, escucha por duplicado
y por triplicado ese gruñido y su descenso interminable hacia la sima. El
rugido viene de la alcoba con la misma naturaleza que sale la ruindad del
infierno. Y de esa alcoba viene además
la oscuridad.
Pero ella busca la dirección del
viento. Ella va detrás de esa asonancia tan viciada que la rebasa con toda
regularidad. Ella está completa, acabada… pero alza al techo sus ojos cenicientos
de paloma y escudriña el espacio y su silencio asciende con gran precisión.
_Fósil.
¡Inmunda anciana! por qué te
demoras.
Mujer pánfila, vieja inepta, zopenco… y el desahuciado lanza su polémica al otro
extremo del lecho.
Ella camina titubeante alrededor de la
cama. Él la mira y ella baja la cabeza. No hay esperanza. Entre sus ojos, la
gran distancia. Pero llega un mal viento y la pasa. Ella da diente con diente y
el pocillo de sopa tintinea al tocarse con el plato. El caldo se vuelca y la
anciana se gana otro careo con una retórica de agresión que provoca el caos. La
boca sucia del viejo embiste a Manuela y la alcanza con suma intensidad. Él le
dispara un cartucho de plomos desde esa garganta de artero porque en su boca se
crece la ponzoña como las pompas de jabón. En su boca se bambolean, una y otra
vez, los racimos de balas.
Una mañana de finales de verano el
viejo amaneció con los ojos vueltos, la boca abierta y la tez lívida. El zumbido de las moscas ondeaba
sobre el tul de la ventana. Ella se levanta y cuando está de pie, le cuesta
trabajo creer en el insignificante espesor de la muerte. Camina por la orilla
del tálamo y su mirada grisácea se vuelve jabonosa, aunque aguanta la
respiración hasta que un alarido le llega de lejos. Sigue el curso de sus manos
y desnuda ese cuerpo inerme que le muestra piel y huesos. Friega su esqueleto
pero deja que se lo lleve la maraña. Acaba el ritual de la fricción y lo viste
con traje de gala. Él surge esquelético pero impoluto. Ella cambia la ropa de
cama y cierra para la eternidad el sumidero de su boca pero antes deja que se vacíe
dentro de una cloaca. Al fin unge con óleo sus mezquinos labios que han
adquirido ahora una sonrisa abandonada y lerda.
Cuando sale de la alcoba a Manuela se
le ha vuelto la mirada azul y ve las cosas en tres dimensiones. Extenuada y
consumida por los acontecimientos se sienta en la mecedora delante de la
ventana. Y se columpia, y se acuna, y se duerme profundamente en un abismo de
pátinas doradas. Las visiones ahora son ángeles febriles muy arrebatados que le
inundan todos los sueños de pétalos.