Esta es
una certeza de que todavía estoy viva, pues gozo como nadie cantando a plena
voz en el vestíbulo. Aunque, segundos después, se desploma el eco de mi voz
encima. Tanta vitalidad me la sirve una machacona melodía en bandeja, porque
hay sonidos que se engarzan a mí como turbinas enardecidas y además de la voz
de una balada, me impulsan los pies y la cintura por el escurridizo piso de la
casa y al momento danzo enloquecida el cimbreado agonizante de unos funerales. Zumba,
zumba, zum… y le hago ofrendas al infierno antes de evaporarse ese cerco de
pánico que, por ahora, me hace sobrevivir. Como la mezquindad, me retuerzo en
cabriolas y todo el holocausto se vuelve indoloro. Con la música rozo anhelos y
violines y un coágulo de misericordia en mitad de la antesala.
Saberse libre es un cadalso intimo y el último
bastión inverosímil.
Pero cualquier día en el jardín (que es un
lugar como un espejo) se me desnuda el alma. Pues ando descalza sobre la
suavidad de la tierra de este hermoso espacio mientras recibo su influjo telúrico.
Hilvano oasis y esplendor y entro en trance si de súbito escucho un tumulto de
pájaros como si fueran impromptus planetarios.
Aunque, ayer tarde, miré en el estanque y
sólo vi el espejismo horrible de mi rostro desencajado y en el tornasol de mis
mejillas únicamente se encendía, una soledad extrema, semejante, al aullar de
una fiera irascible.
Maribelflores