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miércoles, 7 de abril de 2010

ABISMOS A MIS PIES. (Continuación)

       
         A voz de pronto, que una anciana muerta hace veinte años censure sin más, esta lengua diabólica soltándose a través del espacio cibernético, he de reconocer, que tal reproche, podría conseguir que a partir de ahora me surjan dudas para prolongar este propósito de descubrir mis insólitos recuerdos a través de Internet. Pero empecé un viacrucis hace meses y pienso vaciar esta memoria y recorrer cada una de sus estaciones hasta completar todas las etapas. Aunque si alguien quiere formarme un consejo de guerra por este asunto, puede empezar a trazar, desde ya, ese plan miserable para que la justicia me meta rápido, y bajo llave, en algún calabozo.

         Estoy viendo, que mi abuela, con ese olfato que poseía para comprender algunas cosas, y en vista de que no pienso deponer mi firme actitud de exteriorizar mi historia; que esa anciana salta de nuevo con su clamor, desde el retrato, insinuándome, que esta mañana de meditabundo otoño me parezco a un escarabajo pelotero que disfruta arrastrando la inmundicia bajo sus patas. Reconozco que la comparación es harto ingeniosa y me sonrío por lo bajo. Que le vamos hacer, los fantasmas del cuarto hoy se alzan contra mí, con brazos, manos, rostro y mensajes de cordura. Tal vez mis parientes se levantan contra mí persona, con el propósito de lanzar al aire sus propias señales de humo, dejando en esa estela su oportuna defensa.

         Sin embargo cuando el silencio lo vuelve a cubrir todo en el cuarto donde yo trabajo, la cara rígida de mi abuela paterna, su pelo níveo y su abnegado y dúctil rostro me mira bendito como lluvia caída del cielo. Realmente en esa instantánea fotográfica, sin duda piensa, porque tiene su mano izquierda sujetándose un lado de la barbilla y sus ojos postrados mirando al vacío. Ella era una mujer muy reflexiva y sus posturas las de una persona absorta en su tremendo mundo. Pero, carajo, también fue una mujer sumisa, y doblegada, por la mala uva de mi abuelo. Ese prohombre, al que alguna vez, alguien, debería haber condecorado por cobarde.