Poseída por un sueño espantoso, una noche dormida lloré amargamente. De mi surgía un llanto cavernoso, que lúcida, jamás viví con tanta fuerza. Sentía la ausencia de todo y estaba atrapada en el sollozo y en un laberinto sin sonido donde redoblaba hondamente, un émbolo, con la voz de la muerte.

Luego alguien, al boleo, disparaba perdigones de plomo sobre mi dorso abatido encima de aquella tablazón. La angustia que viví con la munición clavada en mi espalda, me sirvió de gruta, donde soltar todo aquel arrebato.
Una umbría oscura lo mismo que un sótano sin ventanas, rodeaba el escenario del tablero en el que mi cabeza se posaba como un cuévano. Mi cuerpo despojado estaba solo en medio de un acerbo escenario.
Desmoronada vi, como nunca habría imaginado ver, mi propia destrucción. Desperté bruscamente dando tumbos sobre la cama. Me senté en el borde con el peso de la inquietud con el miedo y sin ninguna esperanza. Dos segundos después, palpé la suavidad del día y el talismán de la luz se transfiguró en un agua marina flameando pureza entre aquel habitáculo.
Sin dudarlo, me reconcilié con el mundo.