Eran
las nueve y media de la noche. La hora de las rosas y del vino, la hora
paralela al incendio, a la última gota del día, a la oscura comedia o al ocaso.
Había
como un tremolar, un artificio nocivo acomodado sobre la mesa. Cuerpo a cuerpo,
un pulso vacilante flotaba en el ambiente durante la cena de Navidad. Indivisibles,
únicos, los sentidos de la mujer estaban todos puestos en la clemencia de aquel
hombre cuya beta le iba al pecho como una punción. Sentada a su izquierda,
percibía sus latidos inconfundibles y olía ese cabello lacio engarzado en sus
ojos igual que unos zarcillos de fogonazos azabaches. A pesar de las luces de
la fiesta se veía amenazada por la bruma que recorría su espina dorsal. Ella
conocía, de lado a lado, aquel cuerpo, aquel atolón adonde antaño se perdía con
todos los sentidos y en el que ahora echaba a ver la furia de la juventud, y condenaba
su última indolencia. El amor se les había transfigurado mientras la Estrella de Belén se
filtraba sobre la mesa como una Venus dorada.
-
Crisol de querosén
electrizado que se hizo presente iluminando fieras y foso y las exequias de una
relación extinta.
Por ese
abismo pasaban fugaces el pasado y el presente aunque ella subsistía cegada por
el artificio de los alcoholes, el vendaval de la comida y la maraña de la
familia. La embriaguez se le cruzaba por las arterias a dos velocidades. El
bombeo de la sangre fluía a saltos por ese desfiladero que se agotaba en el
corazón.
Nada se
había deshecho, tanto era así, que el pasado se hacía en el ambiente, casi
sonoro, y sensible al tacto.
-
Inmortales, centelleaban
las luces junto a los lazos púrpura de años pasados.
Cuando
el hombre se dirigía a ella o a sus hijos, las palabras salían de su boca, tensas
como las pinzas del viento y arrojaban rayos cincelados, verdades cenicientas y
lluvia de lava. ¡Era, Noche Buena! pero no se apagaron las cicatrices, las
mordidas no fenecían ni fenecían las pedradas que picaban sobre la noche en los
muros del lecho. La boca suelta del hombre, infundía temibles bocanadas y oscuro
aliento. Su labio inferior expulsaba un cauce de ofensas y oquedades.
-
Esmerado crepúsculo de
espadas y voz. Apremiante luz, que de repente desaparecía como una ilusión
óptica o como la hecatombe acontecida en la historia de algún celuloide de una
sala de cine.
Danzaban
gemas chispeantes en el Árbol. Danzaba la luz pulsada del corazón, danzaban las
palmadas y los golpes dispersos por la sala. Bailaba eterno el Nacimiento de Dios:
cielo, musgo, tejas, río y barro y nieve artificial, tal cual, los destellos y la
algarabía.
-
La mesa de Navidad era
la nada y el todo. Madera huidiza, aderezos eternizados, mantelerías errabundas
de lienzo, viso y acrisolada ficción.
En la
calle, los brillos de la nieve y un aire glacial desdibujaban una huella alada.
La noche más efímera del año pero también la más inmortal, deambulaba en
rededor de ella como un pozo de pupilas dilatadas. Merodeaban embebidos la
herida y la grama, y rumia que te rumia, balaban mensajes afilados y creaban resplandores y desdicha en forma de navajas
de azufre.
Yermas
manos las de ella. Los ojos de él, borbotones y tumulto ambarino.
Después,
en la madrugada, se vio morir amordazada La Estrella de Oriente.
“Ella solo había amado a un miserable, todos
los demás hombres, que no amó, fueron buenos”
MARIBELFLORES, DICIEMBRE 2012