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lunes, 1 de marzo de 2010

ABISMOS A MIS PIES(Continuación)


         Justo al lado del cuarto de mi hija, está siempre entreabierta la puerta de mi despacho. Casi todos los días, durante unas tres horas, me siento ante mi mesa de cristal velado y patas de acero. Luego abro el ordenador y garabateo bobadas como las expuestas anteriormente. Bobadas o mejor dicho absolutos disparates que dejo caer en el ordenador como si este artilugio fuera un lavadero de aquellos del pueblo, donde muchos días iban a parar las ropas sucias de cada uno de los vecinos de mi localidad de nacimiento. Y después de escribir tanta paparruchada sin aparente sentido además de mis asuntos más reservados, todo se congela, dentro de la pantalla del ordenador.
         Y entiendo que hago algo parecido, a pequeños envoltorios ordenados en bolsas, y que al punto los embuto en esta computadora que hace las veces de un congelador, pensándolo bien eso parece, un congelador que conserva intactos los pensamientos que un día pasaron por mi cabeza. Aunque, los comprimo, como si fueran carne o pescado congelado, con la intención de utilizarlos días o meses después.
         Más tarde, cuando repaso lo que escribí tiempo atrás, es como si no hubiera perdido para siempre, esa visión encubierta, que poseen todas las cosas, incluidas, las empresas más rutinarias, o por qué no, me pregunto, las más frágiles o delicadas.
         Realmente, yo asocio este diminuto cuarto al silencio total y absoluto, a mi libertad o a un prado repleto de hierba, quietud y soledad. Pero asimismo a un espacio, donde puedo pensar por mi cuenta y por supuesto donde pongo mi cerebro a prueba y en constante ebullición. Es un reto, o un experimento casi científico, aferrarse a lo traumas y abrirlos de nuevo en mi cerebro como si fueran ratas de laboratorio para poder rebuscar entre sus entrañas, en qué momento o en dónde se aferró la patología o en qué lugar recóndito de las vísceras se incrustaron las piedras que periódicamente me producen cólicos para morirse de dolor o rabia. Por eso mismo, hay veces, que cuando escribo un considerable número de páginas y durante mucho rato, el cuarto se trasforma en algo despiadado que pretende juguetear conmigo al peligroso juego del ahorcado. Entonces dentro y fuera del cuarto suele retumbar una tormenta que me precipita entre la oscuridad, y luego me pesa tanto como una tonelada de algo.
         Sin embargo, yo odio ese momento en que se embruja mi diminuto santuario y empiezan a inquietarse los bolígrafos de mi lapicero y el teclado del ordenador tiembla de manera tan cobarde, que en segundos, parpadea el flexo y me manda señales telegráficas de auxilio a base de fogonazos de luz azul y fría. Y más parece que esos fogonazos me advirtieran del peligro de continuar plasmando con palabras, en la Red, mi flotante estado de ánimo que se sostiene periódicamente alimentado en mi cabeza de miedo y de ánimo, alternándose, en un continuo zig-zag.
         En fin que acabo hasta las narices del ordenador y de confesar lo casi inconfesable, y es entonces, cuando apago de inmediato esta máquina que acaba después de largo rato dejándome una hermosa cicatriz, o como si me hubieran hecho trocitos pequeñitos con el hacha afilada de un leñador. Desde luego no me queda más remedio que reconocer, que todo lo que imagino o todo lo que pienso tiene un doble filo. Un doble filo, que corta bastante bien por uno de sus lados.

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