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jueves, 18 de marzo de 2010

PRIMAVERA


ABISMOS A MIS PIES (Continuación)


         Detrás del cristal del portarretratos, los rostros venerables de mis dos abuelas tienen el aspecto de estar muy ajados aunque parezcan vivos. Pero además, de esa tez ajada, de esos dos rostros resecos, mana, una cálida intimidad como si los desnudara delante de mis ojos cada vez que los miro. Es una nostalgia morbosa que me trae la media luz de la habitación en donde escribo. Aquel mundo intranquilo de la infancia, que siempre desee perderlo de vista y de la memoria, se comporta, a menudo, como un imán de cuyo poder no puedo ni quiero despegarme por ahora. Su confuso archivo siempre está dispuesto para abrir esa colección de indescifrables páginas.
         La fotografía de mi abuela materna es una fotocopia en blanco y negro.
         El duplicado, lo saqué de un libro, que circula desde hace cuarenta años por las bibliotecas de la provincia. El libro es una publicación sobre los pueblos de la sierra. El estudio antropológico, creo recordar, lo elaboró un investigador de los países Bajos. Cada equis páginas, aparece una fotografía a gran tamaño con las gentes rudas del lugar. Al parecer, mi abuela materna, era un buen prototipo de lugareña.
         La anciana sale en el retrato, pelando patatas, con un cuchillo cogido en una mano y en la otra tiene una papa pelada y blanca y, por encima del dorso de su mano derecha, cae en espiral la peladura de la patata, suspendida pero a punto de romperse. Ella mira desafiante a la cámara con sus rasgos duros, sus muchísimas arrugas y sus ojos consumidos por los años, el trabajo y las desgracias. Pero a pesar de esa tremenda vejez que denota su cara, en esa instantánea, mi abuela tendría escasos setenta años. En el retrato tiene puesto un vestido negro, tal como vestían todas las ancianas de mi tierra. Está huesuda y sus brazos, que asoman desde las mangas del vestido, codos abajo, son dos carrizos de piel plegada y huesos.
         Mi abuela materna era pequeña, tenía joroba y mucho carácter. La joroba le salió, según oí una vez cuando era joven, después de caerse del lomo de una bestia encabritada. Aquel batacazo le tronchó su espalda.
         Aquella anciana se parecía a la madre Teresa de Calcuta. Sin embargo, mi predecesora, se alimentaba a diario con una considerable mala uva. Aunque pensándolo bien, mi malhumorada abuela, cocinaba como una monja de clausura y sus guisos sabían a gloria del cielo. Pero era una mujer tan rigurosa y extremada, que acababa asfixiando la condición bonachona de mi abuelo, su marido. El viejo, era su principal peón. El miembro más apacible de la familia y el que mejor bailaba al ritmo marcial de la percusión que tocaba, continuamente, mi abuela materna.
         Cuando murió mi madre, su carácter autoritario engordó hasta el infinito. Su desconsuelo lo transformó en un escozor que estaba presente en casi todos sus actos. Aquel primer año lo pasé a su lado. Un calvario que no pude tragar por aquella boca diminuta de criatura enclenque y muy poca cosa.
         Su gran potestad era infinitamente superior a mi tragedia. Volví al pueblo como una muñeca estropeada y pasé de una vieja a otra vieja, como si hubiera saltado de casilla en el juego de la oca.
         El mundo era entonces muy viejo, muy traicionero, miserable y dramático como si alguien lo hubiera derribado, tan a mi lado, que me hizo perder en un pis, pas, la inocencia y las risitas bobaliconas de los niños mimados por sus progenitores.