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jueves, 2 de septiembre de 2010

MAR ADENTRO.




VACACIONES (Un inciso).


         Mi marido y yo, hicimos un crucero por el océano Atlántico bordeando las costas de España, Portugal y Marruecos.
         No es la primera vez que nos decantamos por una semana de vacaciones navegando a mar abierta. Reconozco, que para mi marido ese viaje es como si le abrieran de par e par las puertas hacia el infierno de la biodramina y la indisposición personal. Yace, durante horas, con los ojos abiertos y los brazos cruzados sobre la cama del camarote como si fuera propiamente su lecho de muerte y, como si ese mar que se desliza bajo el barrigón del barco, fuese además, una oscura tumba donde enterrarlo bajo toneladas de agua. Tal es su desfallecimiento, sobre todo, cuando cae la noche. Me da rabia y pena. Porque no puede disfrutar del goce inolvidable de navegar sobre las aguas de un océano. Tal como si uno se convirtiera, por unos días, en Dios en persona, originando ese extraordinario milagro. Sin embargo, aunque se enrola disgustado, como el pobre es puramente un santo, accede a navegar sólo para hacerme feliz. Por verme contenta y darme plena satisfacción, simplemente, accede a mi deseo.

         Por el contrario, a mí, andar medio desnuda por la cubierta de un magnífico navío es meterme de lleno y despierta en un maravilloso sueño bajo el sol del verano. Por otro lado, un sol, que me es absolutamente insoportable, tierra adentro. Navegar en si mismo, me parece poner a prueba mi vivísimo corazón de pájaro. De madrugada me acunan el oleaje del mar y los rumorosos motores del barco que solamente paran, cuando el buque atraca en algún desconocido puerto. Cuando amanece levanto lentamente una cuarta del estor de la ventana del camarote. El mar se bambolea. Y esa visión ladeada del perfil del agua, visto como si estuviera rozando mi ventana, salpicada invariablemente por los chorreones de salitre y casi opaca, me da aliento para todo el día. Los brillos sobre el agua que produce el sol del amanecer, encandilan las pupilas de mis ojos con sus destellos. Surgen sobre el agua, igual que estrellas, luciendo su fulgor en pleno día. Durante la tarde, echada sobre la baranda de la cubierta del navío mientras arrecia la brisa marina y hecho un pulso con mi yérsey y un sombrero de paja, contemplo influida por no sé que emblema náutico, la estela interminable que deja la nave en el mar. Una imagen que me enamora completamente del ámbito oceánico y que habla más y mejor que mil palabras juntas, en un poema de amor.

         Y cuando llega el crepúsculo, durante la puesta de sol, un misterio de color fuego circunda la línea curvada en el horizonte del océano. En ese escaso tiempo, comprendo, que en algún lado debería estar escrito ésta inmensidad del mar con la que lleno de paz mi agitado espíritu y con la que tanto me hermano y me equilibro. Es como si fuera una gaviota escribiendo con el pico, un poema de color azur sobre un mar en calma o, saltando de cresta en cresta de una pequeña ola a otra, cuando el agua mantiene cierto movimiento de flujo y reflujo. En el mar, imagino de nuevo, mi primitivo rostro ardiendo otra vez de juventud. Y mi nombre, Maribel, se escribe a lo grande y a lo lejos, sobre la línea marina del horizonte como si mi madre muerta, lo trazara desde las alturas, a fuego lento para que resalte como nunca.