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viernes, 12 de febrero de 2010

OTOÑO


EL CIELO ESTÁ MUY OSCURO

El cielo está muy oscuro
y algo extraordinario
podría suceder ahora mismo.
Porque el misterio de la tormenta
 rechina sobre los árboles
y el agua,
amenaza este paisaje de otoño,
y de pronto,
mi piel cruje como las hojas secas.
Sin embargo, yo habito,
entre esta intimidad que me da el silencio
y que me deja muda
y dueña,
de la lluvia que luego vendrá.

EN EL JARDÍN (Segunda parte)


         Desde que vivo en esta zona de la ciudad, a campo abierto, en mi jardín se dan cita, una prolífica colonia de lagartijas. Se refugian entre las rendijas de los muros o bajo la espesura del arrayán de los setos. Y de vez en cuando, entre el silencio de este vergel y, si mis pisadas o mis movimientos no las intimidan, salen de su escondite reptando presurosamente por las losetas de un seto a otro seto o por las piedras de los muros de unas grietas a otras, pero mientras el silencio acontece, los reptiles se deslizan bajo el sol del medio día, a veces tranquilos, a veces muy diligentes.
         Y en otras ocasiones, cuando la humedad invade la superficie de este jardín, miles de hormigas emergen en barahúnda de su escondite, aparentemente desorientadas, pero utilizando esa habilidad innata que tienen esos insectos para alejarse de su agujero en busca de comida y luego volver de nuevo al hormiguero, sin perderse, claro. Salen a miles y de idéntico modo que si los cimientos de la casa fuesen minas socavadas bajo los pies, produciendo insectos en grandes cantidades, en vez de producir algo que les fuese más propio, como el cobre o el carbón
         Sin embargo, a pesar de toda esta belleza, en el jardín, cuando de repente se agita el aire de poniente y la parcela se transforma de seguida en un terral, se configura en este espacio, algo así, como si se apostara de pleno en la zona un viento enfermo, y es en ese momento cuando aparece dentro de mí, una vieja zozobra, que me levanta la paz del alma. Señal inequívoca, de que vive en mi interior, algo sombrío, que nunca descansa, por más que me imagine haberlo dejado atrás con el transcurso de los años.
         Es obvio, que en el exterior de la casa nunca estoy sola, aunque, a menudo me descubro, llevando una existencia de ermitaña que se ha retirado a vivir entre el boquete de un monte perdido porque, hay momentos, que éste intenso aislamiento, me resulta casi mortal.
         Aunque, por encima de todo, del bullicio de esa fauna, o de esa incomunicación, en el jardín me alimento de las pequeñas cosas que ocupan inagotablemente mis cinco sentidos. Y las luces y las sombras que se proyectan sobre la hierba y bajo los árboles, son semejantes a los claroscuros románticos o mágicos del escenario pastoril de un cuadro. Desde luego, son como las pilas de los juguetes y me recargan habitualmente de energía o me silban una perenne quietud. Y, esos brillos tan perfectos como la luz de los astros durante el transcurso las noches, o como la silueta del ramaje que se bosqueja bajo la arboleda en estos momentos, se tornan a menudo en mi único territorio tangible y seguro. Aunque, en otras ocasiones, puede que se transforme en todo lo contrario, un espacio bastante vulnerable, o también en un lugar lleno de fantasía y misterio, en el que por momentos aguzo exageradamente los sentidos o simplemente leo a la sombra del sauce. Aunque, bajo ese sauce, se suceden vivos intervalos, en los que simplemente me quedo absorta viendo entrar la luz del sol a través de la copa de los árboles y, durante ese lapso, cientos de imágenes atraviesan mi mente, veloces como un rayo. Imágenes impresionables unas, que me hacen sentir tan insignificante como una brizna de algo, o grandiosa otras, aunque suponer esa grandiosidad sea claramente perderse en el horrible pecado de la arrogancia o la vanidad.