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lunes, 22 de noviembre de 2010

JARDÍN



EL GUARDIÁN NOCTURNO.


        Alguien familiar se mueve en la otra habitación. Un ser tan sigiloso como una hoja zarandeada por el viento en los estrechos senderos del jardín. Es otoño y es de noche. Hay sólo dos luces abiertas en toda la casa. El pasillo además de circular es largo. Y el silencio vuela en espiral por encima de ese espacio curvo, describiendo círculos y más círculos en un movimiento perpetuo. Se escucha el mutismo de este claustro, el crujir seco de las puertas de los corredores, la respiración acompasada de dos perros que viven conmigo, el movimiento involuntario de mis párpados, el teclado maquinal del ordenador y poco más.

         La noche, dentro y fuera de estos tabiques, se revela como una fuerza perturbadora. Mi pensamiento en este instante pertenece por completo a las lechuzas, a la ciudad silenciosa y al guardián de la oscuridad. Imágenes mentales desfilan delante de mi rostro y reflejan esa cotidianidad que se ha quedado, otro día más, a la zaga. Pero este ritmo lento que oscila de un lado para otro entre la penumbra de la noche, muerde como un animal mis piernas entumecidas y después, activa el llanto en mi garganta aunque sin llegar a salir. La incertidumbre me hace mover los labios y como resultado bisbiseo a solas. Desvío la mirada a ambos lados de donde estoy sentada y el cuarto se ha sumido en una opacidad inexorable. Nada acaece en este silencio casi inhumano, así pues, le murmuro a las paredes con un hilo de voz tan baja como si rezara hacia dentro, y rapidamente, paso mi dedo por la comisura entreabierta de los labios para saberme viva y ahuyentar como pueda, tanta confusión. En realidad modulo mi prosa al compás de la sordina de la casa. En la calle esta noche, quisiera, pero no cae la lluvia. Aunque sin duda sería un placer escuchar una hermosa canción abrazada a alguien y al minuto echar a volar perdiéndose en el cielo entre estrellas fugaces.