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jueves, 4 de noviembre de 2010

SIGNOS EN LOS MUROS.


HOGAR, DULCE HOGAR.


         Mi admirable casa, gracias a la crisis, puede acabar vendida en próximas fechas.
         Los ojos se me ponen vidriosos como el agua y aúllo sólo de pensarlo. La boca ahora la tengo seca y el alma atrapada en la estrechez de mi garganta y en el conducto angosto de mis cavilaciones.
         Cuando maduro tal posibilidad, cada vez más real, la piel se me queda helada igual que el interior de una nevera y el vello del cuerpo se me eriza atravesado por un frío insalubre y rabioso. Un miedo filtrándose a través de mi sangre como una verdadera enfermedad adquirida por los recientes contratiempos económicos.
         La luz y esa guía recta que ha sido mi hogar de años, y cuyo efecto me ha llevado hacia mi actual metamorfosis, entregarla ahora, a manos del mejor postor. Porque ceder estos dominios a un extraño es respirar niebla y vivir desde ahora mismo, medio viva y medio sonámbula.
         Este manantial desde donde brotaron mis insólitas ideas además de mis viejas cenizas. Este escenario levantado con imágenes simbólicas y muros de cal y roca. Este lugar al mismo tiempo de magnífica polifonía y alarmante silencio. De valiosa paz y eterno desvelo. Un lugar de verdadero ensueño. Siempre mudo, pero lleno de veranos fabulosos bailando al compás del agua y multitudinarios pájaros. Este punto del mundo con su cadencia impar de pétalos y rosas. Este paraje donde cierro los ojos y empiezo a morirme bajo el marco milagroso de un cerezo o de ese tronco tan erguido del álamo.
         Este recinto de culto nocturno en el que me trasformo en guardián de mis piedras. Un búho moviéndose en círculo entre las huellas marmóreas del gran vestíbulo. Este sitio donde debía morir escuchando el poder vivificante de un cálido refugio. Un espacio que tiene oído de músico y pone atención a mi corazón hecho añicos. Este rincón del mundo donde, por temporadas, deseé sinceramente cerrar mi pico. Mi pico de ave noctámbula con eco en las alas y antiguas heridas en mi físico. Esta casa hechizada que me abrió cada amanecer puertas y ventanas para que salieran corriendo mis males y un sin número de apuros. Un miedo, eternamente volátil agitándose entre estos tabiques. Este edificio en el que vi crecer desmesuradamente las madrugadas, pero que me atrapó entre sus paredes de cripta, como si fuera el último refugio donde enterrar mi intenso espíritu, que a duras penas, se mantiene todavía vivo o medio integro.
         Esta casa donde acabé conversando, esencialmente, conmigo misma y por consiguiente despilfarré a dos manos, mis inmortales discursos. Esta morada, a veces deleznable, que se expresó doblemente exteriorizando el resentimiento acumulado en mi memoria y la insatisfacción reinante en mis amores caducos.

         Así pues, esta vivienda envuelta en luces y sombras posee un extraño poder sobre mí, cuando a pesar de todo, alimenta mi deseo de quedarme a vivir aquí. Esta vivienda que acumula la tristeza de una década. La evocación de un imborrable drama. El miedo a que este espacio me atrape y me vuelva vieja y loca. El viento que a rachas arrecia contra mi pareja y me genera un enorme desengaño. La desesperanza de siempre que me mantiene con permanente sed de algo. Una sospecha mínima, casi intangible, del renacer de esta vida tediosa y gris. Esa eterna desilusión que me creó un gran vacío y un continuo marco inalcanzable que hoy en día me hace contraer las manos como si dentro se arraigara cierta furia de mujer invisible que vive sola sobre la tierra.
         En fin, un contorno arquitectónico que ahora me lo imagino sin nadie en su interior, pero abierto exclusivamente, para que el vuelo libre de los pájaros ahuyente, su silencio y su abandono.