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viernes, 16 de abril de 2010

MOSAICOS.




ABISMOS BAJO MIS PIES (Continuación).


         Esta mañana larga de otoño, que realmente comenzó hace seis meses, cuando el último de mis niños salió por la puerta del jardín y percibí que efectivamente me quedaba sola, sola sin mis hijos (aquello que más me enamoro del mundo) sola con mis pensamientos, sola con mis vacíos. Sola, _Cual abismos bajo mis pies_.
         Por eso le he dado prácticamente la vuelta completa a la galería de la segunda planta; recordando, imaginado, soñando despierta y más que nada, hablándole a la pared. Y detrás de cada puerta, en este momento ya cerradas, quedaron caras convertidas en humo.
         ¡Qué asco de ausencias! Y, ¡Qué agudo a veces es mi dolor!.
         Un malestar, igualito, al de aquella mañana de octubre cuando comencé mi historia y mis ojillos negros, antiguamente ojazos oscuros, crepitaron todo el tiempo bajo mis párpados al descubrirme pequeña y breve, e idéntica a los soplos de viento, aunque bisbiseando entre pasillos conmigo misma.
         Sin embargo, cuando salgo del cuarto de trabajo (mi despacho) donde ubiqué, aunque en tonos sepia y entre libro y libro, mi viejo arsenal de parientes con los que todos los días hablo, asumo que todos esos rostros arcaicos se diluyen en la nada cuando cierro este ordenador que parece hacerles cobrar vida al abrirlo cada mañana. Si bien, muertos y ausentes, me mostraron su cara más humana y más desconocida. Su piel desnuda, ese frío invernal, sus guerras, la tierra que los escupió al mundo, los rosarios que desplegaron sus viejas cuentas, aquellos gritos que alzaron hacia dentro y en silencio; total (para que hablar tanto, dirían mis viejos, mis viejísimos ancianos). Todos silenciosos mostraron durante mi infancia sus estridencias y hoy me revelan fugazmente sus recuerdos con su presencia fantasmal. Uno tras otro, yo los observaba durante mi lamentable niñez con mis grandes ojos abiertos y mis ansias desmedidas y acabaron mostrándome sus tripas rajadas, pero llenas de huellas y de dientes y queriendo morder tantas injusticias que les entregaba el mundo en aquel tiempo, si bien en un paquete sin envoltura de papel de regalo, sin lazos y sin adornos ningunos.


         Pero, todavía, me queda una habitación en la planta alta, cuya pared izquierda, linda con mi despacho. En ella trasiega y descansa mi hijo mediano cuando vuelve a casa. En tres o cuatro ocasiones al año. Sus visitas son ruidosas y suelen dejarme con la boca abierta y las asfixia en los labios.