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jueves, 8 de abril de 2010

ABISMOS A MIS PIES (Continuación).


         Observando atentamente la fotografía y mirando en esa blanca cabellera, me viene por última vez una remota evocación a la cabeza.

         Cuando yo era niña, y nos quedábamos mi abuela y yo solas en en la casa, a veces trepábamos al terrao como dos abejas libando entre la corola de aquella vieja vivienda de varias plantas. Un hogar viejo como el mismo tiempo. Ella se sentaba en una silla baja de anea, se deshacía el rodete de la cabeza y dejaba caer su pelo plateado sobre la espalda, y yo de pie, detrás de aquel asiento enano, y a mitad camino entre discreta y tarabilla pero con aquellas dos trenzas oscuras desplomadas también sobre mi espalda de niña, le alisaba su larga melena con el peine mojándolo en agua de colonia y luego de mimar durante un rato su extensa cabellera le hacia su trenza y cuando yo finaliza el ritual, la abuela se la enroscaba en su nuca con esa habilidad que dejan tantos años cumpliendo con los mismos hábitos personales. Después se colocaba sobre el pelo dos peinetas de concha fina, una a cada lado del rodete.

         Pero en alguna ocasión, contemplando aquella escena rutinaria a su espalda, yo pensaba que tal vez, mi vieja abuela, debió ser hermosa y joven antes de ser una anciana de ojos extenuados y mirada meditabunda. Unos ojos aquellos, clavados, al norte de un rostro hecho trizas y eternamente contrariado.

         Sin embargo, como mi vieja solo hablaba lo estrictamente necesario, terminado aquel ritual de pulcritud, mirábamos absortas el valle imponente que había bajo el terrao y los cerros cercanos que amurallaban el pueblo. Después oteábamos plenamente el sur y aquella línea inaccesible del horizonte que a veces nos dejaba divisar las costas de África y algún barco navegando a través del mar. Y detrás de aquella estela que dejaban los barcos, se marchaban, nuestros ideales de pájaros en libertad. En fin , cada una  de nosotras huía de aquel fango que nos recubría, a su manera.

         Cuando por distintas circunstancias madrugábamos más de lo habitual, por el Este, detrás de los montes, veíamos nacer el sol. Entonces, aquel cielo del amanecer se iluminaba de color naranja y los cúmulos de nubes que remontaban las montañas, se eclipsaban en le centro del nublado y por el contrario, los filos de las nubes, se silueteaban de aquel tono anaranjado.

         Debajo del nublado, el ribete de la montaña parecía una línea recortada y dibujada bajo el cielo del amanecer. Mi abuela y yo mirábamos embelesadas la carga dramática y fascinante de ese misterioso cielo, que le imprimía tal belleza al pueblo, que nos hacía palpitar el corazón y a mi abuela además, abrir de par en par sus ojos azules. Realmente contemplábamos, como dos ilusas, el único infinito que ponía Dios a nuestro alcance.



PUEBLOS.