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viernes, 24 de junio de 2011

AQUELARRE.


En las tardes tórridas de verano
y en la distancia de la soledad,
escucho,
el canto denso de unas llamas
cuando en mi tierra
se quemaba un extenso matorral.

Ese crujido oscilante y seco,
que hacía lloviznar en el aire
el fulgor del fuego suspendido,
se muere hoy en mi memoria
y en las remotas noches de S. Juan.

Aquella brujería,
donde ardían nuestras máscaras
y sonaba a eterna la música ancestral,
formaba un coro de lobos jadeantes
danzando en círculo
alrededor de una hoguera.

Pero tal fiebre
provocaba cierto hechizo estacional
y de ese deseo encendido
afloraba una magia en el aire
y en los labios,
un exquisito bebedizo.

Hacia la medianoche
aquellas agitadas sombras, perdían su nombre,
y un ciento de rostros invisibles
paladeaban el dulce vino del estío
y el roce ardiente de otro pecho.
 
Y si arrugábamos los párpados
y desenfocábamos, 
nuestro escaso campo visual,
el mundo se volvía virgen
o ¡Dios sabe! si enteramente del revés,
porque en un soplo,
nos cubría un manto de fuego
y estrellas
y ¡todo eran chispas! acariciando la noche
las flores
y la luna,
y los endebles hilos del amor.