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lunes, 15 de febrero de 2010

GIRASOLES


EN EL JARDÍN (Última Parte)

      
         Y sentada en este esplendido jardín, en el que tan a menudo me columpio con la imaginación y vuelo por encima de la zona y, que lo hago, verdaderamente, como en una fantasía casi perpetua aunque rotundamente inconcebible si la llevara al plano de la realidad; reconozco, que hay instantes, a pesar de que estos setos de hierba son llanos y limitados como el suelo de casa o la palma de las manos, en que mi ilusión los tergiversa y los inclina a completamente a mi gusto, y en segundos, se transforman en laderas tupidas de verde pasto situadas entre las montañas cercanas y en las que ruedo cuesta abajo, cilíndrica, estirada, sin aristas, casi líquida, y a la velocidad que llevaría el agua al volcarse por el repecho, y sobre todo, que me deslizo sin parar hasta llegar al llano pero abrazada a un pasto verde, esponjoso y húmedo –una idea, como se ve, nada original, y con la que todo el mundo fantasea alguna vez- aunque me precipito por el declive en plena libertad de movimientos, y ese rodar tan continuo de mi cuerpo, desearía, no frenarlo en ningún momento ni en ningún lado.
         Rodar en un movimiento perpetuo pero con la absoluta liberación de este cuerpo que no siempre accede a responder a ese persistente deseo. Sueño extraordinario, pero más que abrumador, imposible, porque ya se ha colocado en el plano definitivamente de esas ocurrencias míticas que me vienen continuamente a la cabeza.
         Una liberación física, que francamente, hecho muchísimo de menos y cuyo vocablo ha perdido toda su consistencia, cuando lo aplico a mi propia persona, puesto que, cuando dejo la imaginación al margen o renuncio a contemplar el esplendor que se encierra en lo más insondable del jardín, siempre pienso en lo mismo. ¿Cómo he podido llegar a esta reclusión? Y tal indefensión de la que me confieso ahora y en secreto, la guardo para mí, como un incuestionable fracaso.
         Sin embargo, me sacan de esos pensamientos un tanto hoscos, las voces cercanas o en otras ocasiones, el chapuzón de los cuerpos infantiles, cuando los oigo entrar y salir del agua de los estanques de las zonas vecinas. La barahúnda que aparenta traer el aire con los juegos de los críos, me hacen respirar profundamente y vuelvo de nuevo a la realidad prestando atención a ese tumulto porque intuyo, que tal vez, sienta todavía, algo de nostalgia de esa niñez, que con la edad nos parece a menudo, por supuesto sin razón alguna, un despilfarro, y me sorprendo a mi misma, con emociones que no debieran venir a cuento en esos segundos. Luego, cierro los ojos ensimismada y repentinamente me transformo de nuevo en una criatura de pocos años haciendo regresar a mí, otra de aquellas ancestrales fantasías que tenemos los inocentes humanos en la infancia, y ¡por fin! aunque sin saber por qué, ideo, cómo emprender un viaje interminable alrededor del mundo subida en una nube esponjosa y blanda desde la que pudiera atisbar sin ningún esfuerzo ese universo que a diario me estoy perdiendo. Aunque, en mi utópico periplo por el mundo, me imagino ¡ilusa de mí! contemplando la creación posada sobre las alturas, pero como esas tórtolas que visitan mi jardín de cuando en cuando.
         En realidad, reconozco además, que quisiera sentirme tan ligera como las plumas o al menos poder volar como los pájaros, de árbol en árbol y de un lugar a otro, pero sin pararme mucho en ningún punto del universo, como si yo fuera realmente un ave de paso en esos territorios que supuestamente visito. Porque aferrarse con garra a las cosas o a los sitios me produce una esclavitud extraña, a la que le tengo miedo.
         Pero toda esa figuración, esa hipótesis fantástica también trazada por mi mente, es una huida. Sí, en el fondo se trata de eso, de una fuga o de un escape para salir de aquí.
         Porque, este lugar, en ocasiones, por muy perfecto que parezca, me asedia tanto, que termino por imaginarme rodeada por un tupido incendio que ha prendido en el núcleo mismo de alguno de éstos magníficos árboles bajo cuya sombra me cobijo, y por supuesto, me veo en el centro de esa diana en llamas, aislada del resto del mundo y sin poder salvarme del fuego por ninguno de los lados.

             “En un jardín no se está solo” Margueritte Duras.