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jueves, 4 de marzo de 2010

ABISMOS A MIS PIES (Continuación)


         Sentada delante de esta mesa de cristal velado, oigo borbotear los retratos de mis antepasados como si quisieran llenar con su ruido el vacío de este cuarto de trabajo. La biblioteca está ubicada frente a mí y entre dos paredes unidas en ángulo recto.
         En la estantería de la izquierda dos viejos retratos me recuerdan que una vez, de niña, pasé una temporada en la capital de España.
         Mi madre llevaba un año muerta.
         Uno de esos retratos es de un hermano de mi abuela paterna a cuya casa fui a parar en aquel tiempo, pero cuando mi pariente ya había muerto. En el retrato está muy guapo. Pero mi tío abuelo sucumbió encarcelado después de terminar la guerra. Hay algo en él, que me recuerda a mi padre y al único hermano de mi padre, que aún sigue vivo. Quizás ese paralelismo se me muestra por sus cejas espesas, su mirada clavada pero serena y sus gruesos labios. Esencias que identifican a los hombres de mi familia, incluidos mis dos hijos.
         Al lado de mi pariente tengo colocado el retrato de su hija. En la fotografía debe tener nueve o diez años. La niña aparece vestida con un atuendo de pastora. Tiene un sombrero sobre la cabeza y una pandereta cogida entre sus manos. La instantánea debió tomarse para las representaciones de la escuela, durante alguna Navidad. Era tan guapa como su padre. Pero cuando yo la conocí tenía algo menos de treinta años. Y en aquel entonces era una joven muy delgada y admirable. Ella fue un relámpago indispensable durante el tiempo que duró mi paso por Madrid. Irradiaba mucha vida y se convirtió, en aquellos largos meses, en mi hada protectora. Era divertida, paciente y apasionada. Trabajaba en una entidad bancaria pero antes había sido novicia en una orden religiosa. Lo dejó, aunque no recuerdo por qué. Sin embargo, puedo suponer, que su alborozo y su rebeldía no casaban con la vida sumisa de un convento. Pero le quedaba esa bondad que le llevó a imaginar, alguna vez, que podría realizarse o ser feliz dentro de una orden religiosa.
         Hace cinco años hablé con ella por teléfono después de un silencio, entre las dos, de cuarenta años. Tenía el mismo timbre de voz que yo recordaba. Se lo dije. Desde el principio de la conversación parecía, que habíamos hablado el mismísimo día anterior. Todavía existía aquel vínculo invisible entre nosotras. La conversación salió sola. Las taquicardias a uno y otro lado del aparato, nos intranquilizaron pero tratábamos de encubrirlas. Aunque la voz temblona nos delataba a través del teléfono.
         Pero quien realmente me cuidó aquel año en Madrid fue la esposa viuda de mi tío. Aquella era una mujer sin corazón, de mano dura, golpe fácil y muy irritable. A menudo, me atemorizaba. Su presencia me daba frío. Su mano ligera silbaba en el aire hasta que se plantaba en mi cara o en mi trasero. Rabiaba como una histérica a todas horas. Era un esperpento que vino a parar a mi infancia de huérfana, no se cómo. En todo caso las razones por las que llegué a la capital de España nunca fueron del todo justificadas. Sin embargo, si sé, que respirar en aquella casa, lo recuerdo ahora, como una tarea ardua o como si me hubieran castigado en el infierno.
         Enfermé de forma grave en aquella ciudad. No comía y me quedé tan anoréxica que mi vida peligraba. Supongo, que además de tener dentro de mis intestinos un gusano -una tenia- que me estaba comiendo las entrañas, enfermé simplemente de pura y clarísima melancolía. Porque cuando mi joven prima estaba en su trabajo, aquella mujer agria y de pésimos atributos morales se ensañaba conmigo, sin miramiento alguno. Daba cachetes en mi culo hasta hacerme moratones. De mí, le irritaba todo. Aunque sospecho que no era nada fácil tratar con la insubordinación que me habían dejado los traumas.
         Sin embargo, aquellos tiempos tan adversos trajeron hasta mí, de forma inconsciente, la rebelión contra mi padre, cuya estela, me duraría toda la vida.

LA MANZANA DE EVA