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lunes, 21 de junio de 2010

ROSTROS HECHOS TRIZAS.



ABISMOS A MIS PIES...


          Sin embargo, al año, son demasiadas veces las que el insomnio me hace saltar a media noche de la cama y volver al asiento de brazos de madera del vestíbulo. Nunca enciendo la luz para no despertar al hombre de la casa, que descansa placidamente. Pero también, porque hay suficiente claridad con la luminosidad que recibe este vestíbulo del entorno exterior. Entonces la atmósfera de este espacio, casi circular, cuando se difuminan sus aristas de noche, es claramente más fantasmagórica y parece más pesada y menos abarcable que durante el transcurso del día. “Es la hora de los espectros” y mis padres muertos flotan en este ambiente sobrecogedor de la madrugada, como si fueran lámparas gigantes colgando de la cúpula tratando de borrar de mi imaginación cualquier esbozo de negros pensamientos. Mi padre en tono sepia y vestido de soldado raso y mi madre en blanco y negro y con la mirada triste de quien se sabe condenada a la infamia de la muerte y más tarde al olvido. Cuando el insomnio me ataca sin piedad alguna, los dos salen fuera de ese portarretratos que hay sobre la cómoda y revolotean alrededor de mí, como las polillas nocturnas batiendo infatigables sus alas, sobre cualquier punto de luz. Aunque sus semblantes están detenidos, en ese fotograma inalterable que vive varado desde hace años sobre mi mueble.
         A media noche, si yo los invoco, saltan desde ese retrato como fantasmas deseables o como visitas, que se saben veneradas y respetadas y a las que he perdido hace años el miedo. Por el contrario, a solas con esos cuatro ojos clavados sobre mí, me seduce la idea de reiniciar antiguas conversaciones que se quedaron a medias. Por supuesto ya es demasiado tarde, para andarse ahora con milagros imposibles ante tan ansiadas apariciones. Pero, si quieren como si no quieren, les hablo a solas. Nadie me contesta, desde luego, pero imagino que están ahí, flotando, y ansiosos de servirme. Como si esa relación tan extraña y fantasmagórica que mantenenos entre los tres, deseara valerme ahora para algo beneficioso. Y por primera vez, razono, que la estoy utilando para algo productivo.
         Pero, cuando tengo esas ideas tan sorprendentes que suelen confundir, en exceso, mi imaginación. Ahí sentada durante la madrugada y en noches de puro invierno, bajo la puerta del vestíbulo se cuela el frío de la madrugada, ese frío de fuera, gélido y antiguo. Ese frío descomunal que cala hasta los huesos aunque una, obviamente, este bajo techo. Ese frío que hace que me estremezca. Un frío, que entre la penumbra de este espacio mío, hace que se intercambien las situaciones y las estancias. Y me veo en mi primera casa mirando absorta la amplísima sonrisa de mi madre mientras marca su cotidianidad trabajando por aquella casa y, a su vez, la veo, que ella me observa a mí con embeleso, satisfecha de lo que parió su cuerpo.