Sobre
un colchón de hierba duerme la hechicera del bosque expuesta a la corrosiva
intemperie. Pero no conviene ponerle el dedo en la boca pues lame la niebla de
la fronda como si fuera una pócima mágica que le sabe a sal de mar.
Por
el camino secreto del bosque, entre el ramaje de un árbol tupido de hojas, una lechuza pone un huevo impecable. El ave reina a sus anchas en el nido mientras un
rayo de sol cruza la espesura, y le ilumina su volátil plumaje.
Una
cabaña de madera está en silencio en mitad del bosque, y del alfeizar de la
ventana de ese frontal exterior, penden cristalinas gotas de agua. Pero si se
pega el rostro al cristal del tragaluz, la mirada penetra en la habitación
donde se ve encendido un hogar, cuyas llamas, suben y bajan suspendidas.
En el aire húmedo y frío del bosque se adentra el guía de este laberinto, y esa hondura, no me deja respirar. Exhausta de tanto caminar y de andar largas veredas y no ver ningún rostro, disté de golpe, ocultos tras un tronco de árbol, dos ojos enormes fisgando en mi deambular. Aunque esos ojos, tienen el mecanismo rutinario de eludir esta mirada cuando yo busco descubrir en sus pupilas dilatadas las extensas filas de los troncos. Así pues, mi pecho, hinchado en esos momentos de oxigeno, durante breves segundos, se puso en estado de alerta.
Pero
seguí caminando con los brazos desplegados y los pasos resueltos y mi espíritu
abrazado al bosque. El corazón me bombeaba haciendo las mismas ondulaciones del
camino. Mis pies tocaban las cepas de los árboles y con los dedos extendidos, tanteaba,
palmo a palmo, las frondosas copas. Mi cuerpo entero se
creció ansiando la plenitud visual.
¡Háblame bosque!
o calla.
Maribelflores (Desde Baja Sajonia, Stade, al norte de Alemania)