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lunes, 28 de noviembre de 2011

EL HOMBRE LOBO (Cuento)

 

        
     De pie, en el centro de un vestíbulo octogonal, observa atentamente las paredes. En dos de esos ocho muros hay colocados unos espejos altos y rectangulares. Solitarios, profundos, penetrantes, la miran desde el fondo de su silencio diario.
         Primero los contempla simultáneamente y después uno a uno.
         En su interior se esbozan pútridos paisajes con vistas al abismo. Ambientes ocultos de acuarela, cuyo viso de vidrio, los sacará hacia fuera. Ella observa con cara severa mientras le da la vuelta a la antesala. Agudiza los sentidos y dentro de esos espejos empiezan a liberarse, dos ambientes tumultuosos que en segundos cobrarán vida.
         Mira en el primero pero no ve el instante sino las prietas sombras del pasado. Y distingue una criatura sentada en un poyete balanceando abajo y arriba unas piernas en las que suelta, íntegra, su energía. Una cándida colegial de ojos oscuros y adormilados, de pelo lacio y frente muy despierta. Esa chiquilla tiene cara de luna llena y el cielo encapotado en su mirar de pájaro.   
       Al fondo del cristal un hombre y una mujer, desde hace décadas, tienen amputadas sus cabezas y desde esas dos incisiones salen sendos ramos de flores secas, como si ello fuera un ornamento en sepia.

     En la base del segundo espejo, escucha ecos de pasos precipitados en la noche de la ciudad vieja y advierte que un viento amotinado se ha colado en la luna del cristal. 
         El eco de los pasos retumba entre los edificios cercanos y rebota con tanto orden que resulta escalofriante. Cada segundo ese caminar atormentado redobla sus pisadas. Los pies trepan por las calles y desde el empedrado les crecen hacia arriba gruesos ramones que hacen de esas piernas una pizca de músculos, prieta.
       La persecución avanza pero las travesías se estrechan hasta convertirse en un embudo cegado por el cuello. Ahora esas piernas recorren el laberinto de las calles, una y mil veces, como en una especie de espiral de locura que buscase desesperadamente alguna embocadura donde esconderse. Pero los muros le devuelven de nuevo el eco de una batalla ya perdida y vierten sobre los pasos, el frío helador de unos callejones taponados. Ese aire glacial y sedicioso se ha hecho un bloque de hielo en las piernas  y cada vez que pisan fuerte sobre el adoquinado, el hielo se rebana y es como si cayeran, a tajadas, trozos de vidrio sobre el relieve de las piedras.
         El aire tormentoso ha puesto pálidas todas las calles y la luz de las farolas dentellea una especie de veneno entre los callejones y sudan sangre las paredes de las tapias, cuando envenenada, la corriente, arranca las vestiduras a esa impúber que acelera su marcha entre angostas callejas.
        Un hombre fornido disfrazado de lobo camina detrás de esos pasos con oscuros propósitos. Esa fealdad vocifera hacia dentro su jadeo y su concupiscencia: criatura, cria…, y se relame con los dedos todo el espumarajo de su boca. Se excita y babea. Se atiza y babea. Se espolea y babea. Se vivifica y babea y se invita solo, a un festín desolado. 

         El hombre lobo posee una fuerza lujuriosa aunque resopla mientras mortifica a su víctima. Su rostro se ve borroso dentro del espejo, pero sin duda es violento. Un demonio. Una bomba humana que vive enfurecida y ávida de carne fresca. Y esa garra humana con fauces de bestia, troza su botín con gran voracidad y cuando acaba, espantado, lo sepulta.
          Copula… y se hizo trizas la carne de la victima.
        De su mirar de pájaro, ahora vacío, escapan bandadas de aves blancas dejando una estela de luz por toda la ciudad, detrás, una ingente nube de cenizas va cubriendo un tenebroso cielo.
                                                      
                                                                                       Maribelflores

                                   "Mi pequeña denuncia contra el crimen más abominable que existe, y que pasan décadas, y ahí sigue"