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lunes, 1 de febrero de 2010

PURO ASOMBRO


ABISMOS A MIS PIES (Continuación)


         Durante, las dos semanas anteriores a mudarse a Roma, mi hija, saqueó su cuarto. Y cuando yo subía, había bolsas negras de comunidad llenándose hasta arriba de recuerdos y trastos de su infancia y adolescencia.
         Yo observaba y callaba, pero aquel dinamismo que extrapolaba delante de mis narices, maldita la gracia que me hacía. Tenía miedo. Qué digo miedo, tenía pánico a su marcha. Y en mi interior, notaba, como se precipitaba una gigantesca tormenta y sentía por las venas el fluir del fango arrastrándose a través de mí.
         Preveía que podría perderla igual a que a mis dos hijos, y mientras atiborraba las bolsas de viejos cachivaches, de vez en cuando me decía, mamá ¿qué hago con esto y con esto otro? Sin embargo, no esperaba mi respuesta porque todos los viejos cuadernos de bachillerato, los peluches, el calzado ya en desuso iban cayendo sin remedio en las dos bolsas negras. Las preguntas y las dudas iban surgiendo en ella, por pura inercia. Eso forma parte de su eterna indecisión y de su gran apego a las cosas.
         Aunque yo intuía, que a pesar de esa vacilación suya, mi querida hija estaba lanzando, para siempre, su infancia por la borda o al menos por la ventana.
         La ventana estaba entonces completamente abierta, porque todavía disfrutábamos en casa, del calor de finales del verano.

         Pero en estos momentos la habitación tiene un orden tan abrumador como la íntima tormenta que ha supuesto su separación de mí.
         Supongo que tardo lo mío en adaptarme a los cambios. Y no me hace ninguna ilusión que mis niños líen de pronto los bártulos, se marchen, y después, todo cambie en casa. No sabría explicarlo pero me deprimen los vaivenes cotidianos. No tengo el poder de adaptarme con prontitud a la evolución de los años y de las circunstancias. Pero qué demonios, lo que no me gusta nada es que hallan crecido mis hijos.
         En realidad el último día de septiembre, cuando se fue mi hija a Roma, hubiera querido pegarle un puñetazo a alguien. Pero en el aeropuerto, cuando la despedía, me quedé inerte como si hubiera tenido el cuerpo escayolado. Ni puñetazo ni nada de nada. Me quedé hasta muda. Eso fue lo que pasó. Y no exagero un ápice.