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martes, 27 de marzo de 2012

ENTRE LA NIEBLA


          Aún giro en torno a un mundo de seducción que destapó una magia prematura.
          Aún pulo aquel delirio y transfiguro la mentira en asombroso y feliz desengaño.
         Aún estoy reviviendo esa luz que aviva mi deseo de una eternidad contigo. Mas veo hundirse los pétalos de un atardecer en una vasija rebosante de lágrimas. Veo caer mis párpados anegados bajo el peso del llanto.
         Aún sueño tu existencia y repaso en mi memoria un inexplicable remordimiento cuando admiro esa atmósfera hipnotizadora del cielo y te adivino en su crepúsculo morado. 

         Y ahora vuelvo de descubrir esta ciudad bajo la niebla y el invierno. En su tupido velo se oía salir la música desde un armonio, caía deshojada como un cuerpo muerto. Pero ay mi amor, el templo se veía cerrado. La casa de Dios parecía habitada por sombras informes, cuerpos inaudibles y sonidos mínimos escapando de su lóbrego interior. Disonancias leves, que simulaban vendavales apagados y dejaban perceptible algún hilo de voz arrancado a la tempestad.  
         Pero encorvada bajo el zarpazo de la bruma y del deseo de que surgieras solitario y fantasmal entre la niebla y el gentío, miraba mientras el transcurrir del río, que descendía entrelazando los saltos del agua, el son de mis pálpitos y la capa vegetal.
         ¡Ay amor! si al mirar la corriente hoy viera tu rostro flotando sobre el agua, en estos ojos de sima estallaría la opacidad de la tarde como en un prisma de cristal. Aunque presiento que hay tala de cabezas y que esta ciudad se ha transformado en un bosque truncado en ruinas, donde el orden y la precisión, no existen.

         Ya no hay éter, sólo noche, betún y desaliento. Todo existe, pero habita cegado por el enfermizo desafío de esas gélidas tardes. El invierno se ramifica tan pelado como un árbol y se bifurca en sueños imposibles, y luego, echa ramales retorcidos cual metástasis de incertidumbre. El riguroso  invierno, tan en cueros, se igualó a un largo tahalí de sombras desplegado sobre esta cruda atmósfera sin emitir ronquido alguno. Una criatura con el altavoz rendido que hurta sus gemidos al paisaje escarchado y a ese negro endoso de las tardes.

         ¡Ah, la noche! y te vocea un caótico viento y me agrieta los labios y la gente me da miedo y la tierra, y mi corazón. Y huyo… huyo por esa rendija que me deja la niebla del invierno en estas travesías sin nombre, pero claro… me acechan mil ojos y me persiguen tus dedos refulgentes tocando para mí, música invisible.
         Sí… tus manos surgieron de la niebla y aún no sé por qué, pero levantaron un clamor en mi contra. Alguien me vencía. Alguien me arrancaba de la inclemencia de la derrota sorteando el tul espeso que cubría la ciudad. Y tuve frío, un frío de hielo que traspasaba el aire y se vendía incomprensiblemente a ti. Yo aceleraba sin mirar atrás. Y aunque contuve los enormes deseos de morir, antes, dejé flores sobre la sombra que proyectaba mi nostalgia y los viejos edificios. 
 ¡Me temblaban las piernas al soltar los ramos!  

                                                                                ( Diciembre 2011)
          
                                                                                                                   

Turbia escarcha entre la bruma
de esas órbitas.
Sustancia de amianto irrespirable
que aún giras aniquiladora en torno
al holocausto de mi pecho              
haciendo noche en mi boca.
Y de tus labios púrpura, las llagas…

Pero ah!... La primavera
¡la gloriosa primavera!
que ha transformado mis ventanas
en guarida de caléndulas y acacias,
y este jardín,
en la sombra de una nube vivaracha.

                                      Maribelflores


martes, 20 de marzo de 2012



Marzo
y estos ojos inmensos de fatiga  
y el viento de mis párpados.
Y una rosa embrionaria cuyos tallos flamantes
han crecido entre las grietas de los labios.
Y esta habitación azul cielo
donde mi madre muerta aún me sonríe
al final de la noche
y suspira
por hacerme soportable
el rumor incontrolable de esas horas
en la oscuridad.

Marzo 
y este jardín hundido en la ciudad irreal y
una urdimbre de resplandor
que centellea como un relámpago
sobre la puerta
de todos mis sentidos,
y cuántos pájaros
se lanzan
sobre el reclamo de esas migajas de pan.

Ha sido invierno
y esa simiente hizo crecer las ramas
un mes tras otro,
y cómo se arrastró el despojo
hasta que el mutismo se sostuvo
dentro de mi boca
a fin de crearme otra eternidad
y más silencio
                                        de una pureza inútil. 

                                          Maribelflores


miércoles, 7 de marzo de 2012

LA TIENDA DE LOS MILAGROS.


              Por la habitación se cruzaba el agua de la bahía…
          El sol le traía reflejadas las curvaturas azuladas del mar mientras el perfil de sus ondas se removía sobre la pared. Aquel resplandor, con su inducción óptica, creaba brillos entre la cal del muro y acurrucada bajo la ropa de cama el amanecer era muy hermoso. La vida se encendía más temprano que nunca y propagaba su luz a la manera súbita que se irradia una risa espontánea llenando de esperanza un cuarto. Allí dentro cabía un mundo entero de humanidad y se le disparaba por completo la compasión por si misma.
         Cuando estiraba uno de sus brazos acariciaba el agua dibujada en la pared y si abría el ventanal, olía a eucaliptos y a sal del litoral y segundos después, se escuchaba impetuoso el rompiente del acantilado en ese hacer y deshacer perpetuo y brusco de sus virutas de espuma.  Ella apretaba sus ojos y al minuto se giraban de un lado a otro del cuarto, como en un ciclo instintivo, que seguía el surco luminoso del cielo. En aquella repetición casi física, percibía los destellos vivos chispeando entre sus globos oculares cerrados. Pero si abría sus oídos al escollo de las olas presentía el ritmo único de sus incontrolados gritos. Al fin y al cabo estaba sola y descubría un insólito placer al oír las súplicas agitadas del mar en su desgarro.
         La masa de agua sacudía sus brazos y esa marea  era la razón única por la que se adivinaba aceptada de un modo imprevisto. Almas gemelas, la mujer y las olas, eran sorbidas por una tribulación feroz que hallaba su placer al romperse todos sus secretos contra la batiente de la costa.
          Por las mañanas remontaba el borde del precipicio y como si hubiera sido de acero afilado igual al de un cuchillo, incubaba cierta rebelión de ánimo en la ascensión errabunda entre las rocas. Y si miraba el torbellino de las olas despedazando el arrecife, sentía las ansias del mar gritándola al unísono, con esa violencia insondable en la que a veces sucumben los seres vagamundos llevándose consigo su abandono. Aquella desatada caverna de agua, dilataba su inmenso espíritu y en un preciso sorbo pronto libaba entre el cieno de su boca.
          Era aquel automatismo incontrolado del mar el que sabía hacerla feliz o hechizarla, diluyendo rápido el espanto.

          Esa mujer se había mudado a un pueblo encalado del litoral. La parte trasera del muro de la casa miraba hacia el quebrado de la costa. La alzada frontal de la vivienda daba a una plazuela en cuyo espacio circular, a todas horas, hacia aguas un insaciable silencio. Desde el balcón abierto la mirada se le detenía en la cal impoluta de las fachadas, en la taberna del lugar por cuya puerta salían los hombres tan ociosos como entraban, y en el letrero de un comercio antiguo en cuyo rótulo rezaba “La tienda de los milagros”.  
          La inscripción del local la hipnotizaba como un engañoso anzuelo que daba alas a su fantasía. Leía y se le producía una alquimia salobre dentro de los ojos como si alguien le hubiera clavado un beso de alambique en su córnea y al punto se agitase un mundo púrpura en el interior  de sus órbitas vacías. O como si detrás de aquel rótulo se ocultara alguna magia fortuita, tal vez, porque deseaba imaginar que en la médula secreta del interior del negocio, sólo se despachaban, insólitos enigmas envueltos con delicadeza bajo el destello de un trozo de celofán.

  
Por mí regresan las olas
como si rompieran la puerta del infierno.
Por mi la arena
se remueve como un torbellino.
Alli los suspiros
allí el llanto
alli el dolor eterno
y tantos puñados de agua
que van ligados,
a todos los instantes azules
que hipan ceñidos a mi rostro.