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viernes, 11 de marzo de 2011

TURISTAS


         Sentados en el balcón de enfrente hay un anciano y una anciana.
         Como estamos a primeros de marzo y aún hace frío, cada uno, envuelve sus hombros con una manta.
         Ella tiene la tez tostada por el sol, el cuerpo escuálido, las piernas cruzadas y el cabello totalmente cano y muy corto. Lleva gafas y tiene un cigarro entre los labios. De vez en cuando sacude la ceniza sobre el platillo que hay sobre la mesa de la terraza. En ocasiones, sujeta el pitillo entre los dedos de la mano derecha, mira hacia afuera y examina la plaza que hay por debajo de nuestros balcones.
         Cuando acaba el cigarro la anciana hace croché con verdadera maña y un hilo verde pistacho. Ejercita ese pasatiempo como si fuera una vieja adicción y lo practica con tanta inercia, como amanece cualquier día y posteriormente anochece y con tanta apatía como mira a ese viejo de años que se sienta al lado opuesto de la mesa. Al parecer todos sus ademanes son ya pura rutina. ¿Una excusa para seguir viviendo?
         El viejo es calvo, también es flaco, viste absolutamente de oscuro y comprime otro cigarrillo entre los labios. Igualmente tiene las piernas entrelazadas y esa mirada plana de quien se ha desprendido en buena parte de la vida. Los dos están sincronizados y cuando uno se adelanta a tirar la ceniza el otro ya ha reposado su dorso sobre el respaldo del asiento.
         Apenas se miran y raramente conversan entre ellos pero en algunos momentos observan con innegable curiosidad el ambiente callejero de la placeta, y otras, lanzan un ojeada hacia de mi ventanal. Pero que podrían ver; nada. Nada, que no sea el reflejo de su propio aislamiento o como mucho, esa fatiga apretada en fajos muy ordenados dentro de mi estancia. Sin embargo, intuyo, que desde afuera mi sala se hace tan opaca como lo es su cámara desde mi propio mirador.
         Ayer mismo, cuando se cerró el día y la noche envolvió la placeta con una neblina que la hacía irreal, los viejos continuaron plácidamente en el balcón envueltos en esa sobrecogedora atmósfera aunque alumbrados por una vela ubicada en el centro de la mesa. Y ahí siguieron un buen rato; reposando, fumando, curioseando y cavilando y haciendo de su vida algo más habitable que esa tediosa realidad. Y cuando hoy amaneció una nueva jornada embutida en lluvia, subí mi persiana y allí seguían tranquilos, aposentados y con el desayuno dispersado ya sobre la mesa, pero tan apegados como el día anterior a ese vicio nocivo de los cigarros.
         Si bien, como el aguacero no para, nuestros ventanales se han transformado en auténticos miradores donde ellos dos sentados en su balcón y yo, detrás de los cristales, fisgoneamos con avidez en el exterior tratando de romper el mutismo de dentro.

         ¿De adentro de uno? me pregunto. ¿O romper dentro de la habitación las marcas del alma o el silencio que dejan atrás los pasos. Tal vez queremos pulsar sobre las teclas de nuestro corazón. Avivar imágenes ya arrinconadas. Saciar el ansia de afectos...?
         ¿O habrá que levantarse y salir de este frío aposento? Partir fuera. A otro sitio. Matar la curiosidad y reconocerse esta mañana bajo la lluvia caída aquí mismo o ahí a cincuenta metros en el mar. En fin, tal vez bailar bajo un paraguas. Olvidar el hilo de esta conversación.
         ¿Pero, de dónde serán oriundos esta pareja de turistas?
         Aprieto los dientes y suelto la pregunta.