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miércoles, 27 de octubre de 2010

OJOS ABIERTOS.



ES MEDIA TARDE (octubre).


         Es media tarde y estoy sentada en un banco del jardín. El banco es de madera. Sus láminas de pino barnizadas están calientes. Estoy de espaldas porque no soporto el ardor del sol pegándome en plena fachada. El sol cae oblicuo sobre mi nuca y mi sombrero de paja. Es final de octubre y me encanta esa combustión que resbala sobre mi espalda arqueada. Es un goce recoger tal irradiación en mis huesos. Cada cinco minutos la sombra se apodera más y más del banco. El sol se desvanece a cada instante y yo cargo continuamente con mis posaderas hacia el otro costado del asiento. Estoy comiéndome una manzana roja. Una pieza que tentaría a cualquier ilusa de cuento. Además del roce del sol, los ramilletes fucsia de una buganvilla pinchan sobre mis hombros y mi cuello. Mi mano izquierda los espanta como si fueran moscas pesadas fastidiando mi quietud. El sol gira muy rápido. Pronto lo cegará el costado derecho de la casa y cuando eso ocurra, tendré que levantarme del banco y darle vueltas al jardín. Lo mismo que hago una tarde tras otra. El fresco aquí totalmente a la sombra aprieta bastante, así que, me empuja a correr detrás de ese candente astro. La sombra, en estas fechas del calendario, no te permite por mucho rato la inmovilidad.
         Escucho en la calle el trascurrir del agua de riego por el asfalto. De nuevo mi vecino se dejó abierta la goma del regar las plantas. Mi vecino es desmemoriado y viejo. O al revés.
         En la segunda planta de la casa hay una ventana abierta del cuarto de baño, que justo cae, encima del banco de madera y de mi espalda. Desde un grifo se oye caer el agua. Mi hija es muy limpia. Mientras estudia se levanta frecuentemente para ir al cuarto de baño. Se oye cerrar de nuevo el chorro del agua. Mi amada hija lanza una ojeada a través de la ventana y cuando siento sus ojos clavados en mí, mi corazón palpita detrás del lóbulo de cada una de mis orejas. Su vistazo es tan calido como ese sol cegador del atardecer. Le tengo una enorme fijeza. Sin su tacto no podría vivir.
         Hay mucha calma en el jardín y apenas se oyen pasos en la calle de al lado. Pero el agua no descansa nunca en estos sitios. El agua habla. El aire puro y frío también habla. Y las aves siempre interrumpen el silencio por aquí. Pero a veces, las palomas reposan en los bordes húmedos de mis fuentes o en las farolas del jardín. Se distraen, se refrescan y vuelven de nuevo a volar. Son muy previsibles. Y como todos los animales de la tierra repiten sus actos instintivos, una y otra vez. Sin embargo, yo sigo paralizada en el banco. Estoy acabando de morder la carne suculenta de la manzana. Y cuando le de fin a la última porción de fruta, levantaré mis posaderas y moveré las piernas hasta otro punto soleado de la parcela. Atraparé dentro de mis ojos los últimos rayos del sol. Después los soltaré sobre mis manos como si tuvieran que ir a parar a una cesta. Luego hurgaré entre el calor de las chispas buscando empecinadamente el cielo. Pero a la manera de remover las manos dentro de una canasta y buscando con delicadeza y mucho tesón, la mejor pieza de fruta. ¡Oh no! el mejor rayo de sol.

lunes, 25 de octubre de 2010

GESTO PARA UNA MÁSCARA.


CONFUSIÓN, MIEDO.

Jamás la muerte, como ahora,
fue tan sólo una palabra,
pero tampoco nunca se gestó su mando
con tanta proporción.
Jamás un otoño vino
tan subido de tono,
ni una llamarada tan perfecta
de tornasolado
se mudó, de pronto, opaca
igual que una punzada en el corazón.

¡Tanta belleza, tanto gozo, tanta felicidad!
rebrotó en tristeza
y ya nada florece y nada me consuela.

Pues, un viento indescifrable penetró en mi calma
y ahora aúlla entre los montes
como un ataúd lleno de lobos.

La muerte pasó bajo las nubes plateadas,
y como si tal cosa,
se mantuvo suspendida bajo un cielo azul.

¡OH mal! Cual ramalazo de sangre en mi boca.

viernes, 22 de octubre de 2010

DESNUDO, ENTRE LUZ Y SOMBRA.


LA LENGUA, A VECES, SE DESATA


         Mentalmente, es fácil meterse con mi marido puesto que a diario me lo pone en bandeja. A veces eso me permite tratarlo con dureza, con vistas a ver si, EA, mi voz cargada de tono además de ser un grandísimo desvarío, lo despabila de una puñetera vez. Con ese talante tan mal intencionado, equivocadamente, me imagino, que no acabaría metiendo tanto como mete la pata. Pero este hombre es imposible. Está hecho de sólida roca y no aprende nunca de su equivocación anterior. Está convencido de que su actuación diaria es la correcta y lo peor de todo, nunca admite, que sus grandes resbalones puedan perjudicarme profundamente a mí. Esos desatinos, en caliente, me ponen a mil. Entonces, las palabras hirientes salen a borbotones de mi boca y son prácticamente imparables.
         En esos momentos de descontrol por mi parte, él pone en medio de esa deflagración que nos proporciona el calor del debate, el silencio total y absoluto hasta que las aguas revueltas vuelven a su cauce. Esa mordaza, tal vez racional, pero qué me digo racional del todo, me hace decir a mí demasiadas incoherencias ya que nunca me conformo con un silencio tan categórico por respuesta.
         La cosa es, que el melodrama me suele durar de un par de horas a un par de días, depende por supuesto del tamaño de la reyerta. Cuando todo acaba, porque en el fondo no tengo nada de rencorosa y me arrepiento en seguida de mi postura descabellada, me suelo meter bajo el cuello tieso de su camisa y lo atiborro de besos entre su nuez y la yugular. El sonríe como un niño malo entrañablemente arrepentido, igual que yo, de su metedura de pata. Luego se amolda a mis arrumacos y se deja querer como si fuera el mismísimo drácula el que le chupara la sangre y de repente intuyo, que será un adicto de por vida, a mí. Sin embargo, jamás admite su error de bulto con lo que me aseguro de pleno su próximo traspié conmigo.
         Este círculo vicioso creado dentro de muchas parejas con largos años de coexistencia a sus espaldas, obra de efecto químico muy pernicioso para tener una convivencia plena y en paz. Pero también pudiera ser esa palanca de impulso, necesaria, con la que despertar de nuevo los sentidos adormecidos por la edad. Lo que se llama utilizar una estrategia de guerra antes de tirarse como dos locos adolescentes encima de la cama, pienso yo. 
         Pues bien, a veces, el tiempo de la gresca se alarga más de lo deseado y luego se hace de rogar la reconciliación. Si el barullo se queda suspendido en el tiempo, se crean sombras negras entre la pareja. Piedras duras que se meten entre los dientes y el interior de la boca y son difíciles de masticar.
         Aunque bien mirado, ahora creo que esta espuma invisible de malos entendidos, ha engordado en mi casa a lo largo de décadas y actualmente se reproduce más de lo necesario, es decir, tantas como mi bonachón pero calamitoso marido yerra el tiro en su actuación diaria, y yo por mi parte, no esté dispuesta a pasar ni una equivocación por alto. Una espiral sin sentido moviendose infatigablemente en círculo vicioso de idéntica manera que el impulso que hace surgir, tal conflicto, de un rifi rafe de nada. Por un lado tales escenas cotidianas me intimidan o me axfisian o las dos cosas, y más tarde, lo pago en carnes y pésimo ánimo. Por otro lado, cuando brota de mí esa bravura innata que me hace subir desatinadamente el tono que le pongo a la conversación, o mejor dicho, a la disputa, en esos segundos claves de la discusión ,me sale de dentro esa fiera imperiosa que vive oculta en mi interior y entonces dirijo como nadie un imponente careo de palabras hilvanadas una tras otra en donde solo mando yo, como si mi voz tajante fuera la de un dictador cuyas normas son obvias, precisas e inapelables.

martes, 19 de octubre de 2010

AL FINAL, LA LUZ.


TERRRITORIOS DE SOMBRAS.

Castillos de arena
se desmoronan hoy
entre mis dedos flacos.

Territorios de sombras
batallas perdidas
y círculos abiertos
que nunca se acabaron de cerrar.

Espirales de un alma peregrina
con largas zancas
y mucho camino aún por andar
antes de que mis pies se hundan,
finalmente, en la muerte.

viernes, 8 de octubre de 2010

A MEDIA NOCHE.


POSEÍDA POR UN MIEDO INVISIBLE.

       
         Son las tres de la madrugada. Hora indiscutible de brujas. Un intervalo fluorescente en el transcurso de la noche. Estoy extenuada. No duermo más de tres horas seguidas desde hace semanas. Si pudiera chillaba como un pájaro. Está bien, para que ocultarlo, disfrutaría aullando como los lobos. Qué digo, ahora mismo me tomaría unas copas y armaría una escandalera de órdago. Pero imagino, que alguien al oírla, se temería lo peor. Pensándolo bien, lo dudo. La casa está prácticamente vacía. Mis hijos están fuera, a numerosos kilómetros de aquí. Mi marido duerme tan profundamente, que para mí, insomne de por vida, es como si viera cada madrugada una criatura letárgica hasta el colmo. Un ser inocente del todo, que se adentra en un abismo donde yo no tengo ninguna cabida. La noche es para ese infeliz, un escenario sin paisaje ni rostro. Sencillamente, el valle de los sueños. Yo sin embargo, sufro de metamorfosis y a estas horas me convierto en ceniza.

         A medida que la noche avanza a paso de tortuga, los residuos me ahogan. Cuando estoy tan excitada, la oscuridad, terriblemente empalagosa, me hace levantarme de la cama y pasear sola por la casa como si estos pasillos circulares, fueran la calle Mayor de cualquier localidad. En este momento, mi silueta, resulta ser, una proyección tenebrosa entre los claroscuros del suelo y las paredes de mi hogar. Mis pasos de fantasma, cada noche son más mecánicos. Robóticos, diría yo.

         Miro tras la vidriera de la puerta de entrada a la casa y bajo el porche se acurrucan, sobre el cojín de un sillón, dos gatitos callejeros. De repente, no sé por qué, pero sobre mi cabeza abultan, sombreros invisibles, como si estos fueran cascos de metales pesados haciendo una montaña de un grano de nada. Ínfimas partículas que se van trasformado, pasito a pasito, en bolitas de plomo. En este silencio, la muerte se hace polvo con apariencia de serrín. Las maderas crujen, dentro de los cuartos vacíos, a la manera retorcida del tronco seco de un árbol. Los miedos me dominan. Sin voz ninguna imploro al cielo una simple muestra de apoyo. Hacia dentro grito socorro. Porque esta noche soy incapaz de vencer esas voces que me delatan, clarísimamente, como si yo fuera culpable de algo. Aunque, me rindo, pero aún no sé de qué. La atmósfera por momentos se calienta, y un gas espeso y letal se cierne sobre mi rostro y entra por la nariz. Mientras tanto, ese aire denso del pasillo se puede morder, porque además de condensado, se hace negro y luego gris o blanco y sabe a dardos dentro de mi boca, a rayos y a diabólicos presentimientos