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martes, 18 de diciembre de 2012

ESTRELLA DE ORIENTE



Eran las nueve y media de la noche. La hora de las rosas y del vino, la hora paralela al incendio, a la última gota del día, a la oscura comedia o al ocaso.
Había como un tremolar, un artificio nocivo acomodado sobre la mesa. Cuerpo a cuerpo, un pulso vacilante flotaba en el ambiente durante la cena de Navidad. Indivisibles, únicos, los sentidos de la mujer estaban todos puestos en la clemencia de aquel hombre cuya beta le iba al pecho como una punción. Sentada a su izquierda, percibía sus latidos inconfundibles y olía ese cabello lacio engarzado en sus ojos igual que unos zarcillos de fogonazos azabaches. A pesar de las luces de la fiesta se veía amenazada por la bruma que recorría su espina dorsal. Ella conocía, de lado a lado, aquel cuerpo, aquel atolón adonde antaño se perdía con todos los sentidos y en el que ahora echaba a ver la furia de la juventud, y condenaba su última indolencia. El amor se les había transfigurado mientras la Estrella de Belén se filtraba sobre la mesa como una Venus dorada.
-         Crisol de querosén electrizado que se hizo presente iluminando fieras y foso y las exequias de una relación extinta.

Por ese abismo pasaban fugaces el pasado y el presente aunque ella subsistía cegada por el artificio de los alcoholes, el vendaval de la comida y la maraña de la familia. La embriaguez se le cruzaba por las arterias a dos velocidades. El bombeo de la sangre fluía a saltos por ese desfiladero que se agotaba en el corazón.
Nada se había deshecho, tanto era así, que el pasado se hacía en el ambiente, casi sonoro, y sensible al tacto.
-         Inmortales, centelleaban las luces junto a los lazos púrpura de años pasados.

Cuando el hombre se dirigía a ella o a sus hijos, las palabras salían de su boca, tensas como las pinzas del viento y arrojaban rayos cincelados, verdades cenicientas y lluvia de lava. ¡Era, Noche Buena! pero no se apagaron las cicatrices, las mordidas no fenecían ni fenecían las pedradas que picaban sobre la noche en los muros del lecho. La boca suelta del hombre, infundía temibles bocanadas y oscuro aliento. Su labio inferior expulsaba un cauce de ofensas y oquedades.
-         Esmerado crepúsculo de espadas y voz. Apremiante luz, que de repente desaparecía como una ilusión óptica o como la hecatombe acontecida en la historia de algún celuloide de una sala de cine.

Danzaban gemas chispeantes en el Árbol. Danzaba la luz pulsada del corazón, danzaban las palmadas y los golpes dispersos por la sala. Bailaba eterno el Nacimiento de Dios: cielo, musgo, tejas, río y barro y nieve artificial, tal cual, los destellos y la algarabía.
-         La mesa de Navidad era la nada y el todo. Madera huidiza, aderezos eternizados, mantelerías errabundas de lienzo, viso y acrisolada ficción.

En la calle, los brillos de la nieve y un aire glacial desdibujaban una huella alada. La noche más efímera del año pero también la más inmortal, deambulaba en rededor de ella como un pozo de pupilas dilatadas. Merodeaban embebidos la herida y la grama, y rumia que te rumia, balaban mensajes afilados y creaban  resplandores y desdicha en forma de navajas de azufre.
Yermas manos las de ella. Los ojos de él, borbotones y tumulto ambarino.
Después, en la madrugada, se vio morir amordazada La Estrella de Oriente.

   “Ella solo había amado a un miserable, todos los demás hombres, que no amó, fueron buenos” 


MARIBELFLORES, DICIEMBRE 2012