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lunes, 29 de marzo de 2010

CESTAS DE MANZANAS


ABISMOS A MIS PIES (Continuación)


         Cuando mi abuela materna sacaba la rasera para medirse con los demás se comportaba lo mismo que un arco muy tensado, y aquellas flechas empitonadas, salían de su boca, forzadas, por un nervio imparable que disparaba en numerosas direcciones y frenaba, segundos después, en todos los blancos desplegados en su punto de mira. A su alrededor, absolutamente todas sus paranoias, tenían que funcionar a golpe de autoridad, zumbidos de voz y mano dura. Mi abuela, sin duda, era recta como un bastón de mando y tenía tan malas pulgas que sus dos manos, se mantenían, tan huesudas como férreas.
         En realidad debería pasar de escribir toda esta basura. Debería pasar de remover en esa podrida pocilga que huele literalmente a mierda, pero esta refriega matutina lanzada a la red sin esperanza de respuesta alguna, me desahoga mucho y es probable que hasta me haga feliz por el servicio terapéutico que me presta, a cambio, absolutamente, de ningún esfuerzo por mi parte.
         El año siguiente al fallecimiento de mi madre yo vomitaba todo lo que comía. Y de la escuela, mis bragas y leotardos, llegaban a la casa, embarrados de orines y mierda. Jamás olvidaré aquellos sórdidos y vergonzosos días.
         Sin embargo, la comida que vomitaba sobre el mismo plato donde comía, mi diminuta abuela, me la hacía tragar de nuevo en aquel instante y si algún día me dejaba el almuerzo a medias, la guardaba impasible para el otro día. Pero si era verano, como entonces no había nevera, por más que el plato fuera a parar al alfeizar de la ventana y al fresco de la noche, a otro día me comía el potaje agrio. ¡Tenía redaños! mi vieja.
         Pero, cuando llegaba de la escuela embarrada en mi propio lodo, lo primero que hacía era baldearme a barreño limpio, como si la superficie de mi trasero hubiera sido el espacio sucio de un patio enlosado. Me echaba el agua por encima de los cachetes del culo, lo mismito que si me hubiera caído por la superficie delicada de mi piel de niña, una caricia helada. Y al punto de dar por terminada la refriega, cobraba de cachetazos en el culo echada boca abajo sobre sus piernas y, cada vez que me soltaba uno, arrojaba al espacio de aquella enorme sala, convertida en cocina-comedor, la cólera de verse avergonzada por mi conducta indigna, llevada a cabo en un lugar tan sagrado, como lo era entonces la escuela.
-Cuando crezcas me lo agradecerás, decía. Yo en mi interior la maldecía igual que si me hubieran pinchado con el huso envenenado de una rueca. !Huy! cuanta humillación y cuánto dolor innecesario.

         El resentimiento hacia mis congéneres, por aquel tiempo, trepó por la boca del estómago hacia fuera, y como las plantas, solo se detuvo lo justo para hacer un paréntesis y arrancar los pétalos de rosa, que de vez en cuando, me ofrecía, la cruda realidad.
         El resto de uno de aquellos días, de lazos hogareños y de atracón de parientes, se sucedía como puro resultado de aquel derramamiento de fuerzas.

jueves, 18 de marzo de 2010

PRIMAVERA


ABISMOS A MIS PIES (Continuación)


         Detrás del cristal del portarretratos, los rostros venerables de mis dos abuelas tienen el aspecto de estar muy ajados aunque parezcan vivos. Pero además, de esa tez ajada, de esos dos rostros resecos, mana, una cálida intimidad como si los desnudara delante de mis ojos cada vez que los miro. Es una nostalgia morbosa que me trae la media luz de la habitación en donde escribo. Aquel mundo intranquilo de la infancia, que siempre desee perderlo de vista y de la memoria, se comporta, a menudo, como un imán de cuyo poder no puedo ni quiero despegarme por ahora. Su confuso archivo siempre está dispuesto para abrir esa colección de indescifrables páginas.
         La fotografía de mi abuela materna es una fotocopia en blanco y negro.
         El duplicado, lo saqué de un libro, que circula desde hace cuarenta años por las bibliotecas de la provincia. El libro es una publicación sobre los pueblos de la sierra. El estudio antropológico, creo recordar, lo elaboró un investigador de los países Bajos. Cada equis páginas, aparece una fotografía a gran tamaño con las gentes rudas del lugar. Al parecer, mi abuela materna, era un buen prototipo de lugareña.
         La anciana sale en el retrato, pelando patatas, con un cuchillo cogido en una mano y en la otra tiene una papa pelada y blanca y, por encima del dorso de su mano derecha, cae en espiral la peladura de la patata, suspendida pero a punto de romperse. Ella mira desafiante a la cámara con sus rasgos duros, sus muchísimas arrugas y sus ojos consumidos por los años, el trabajo y las desgracias. Pero a pesar de esa tremenda vejez que denota su cara, en esa instantánea, mi abuela tendría escasos setenta años. En el retrato tiene puesto un vestido negro, tal como vestían todas las ancianas de mi tierra. Está huesuda y sus brazos, que asoman desde las mangas del vestido, codos abajo, son dos carrizos de piel plegada y huesos.
         Mi abuela materna era pequeña, tenía joroba y mucho carácter. La joroba le salió, según oí una vez cuando era joven, después de caerse del lomo de una bestia encabritada. Aquel batacazo le tronchó su espalda.
         Aquella anciana se parecía a la madre Teresa de Calcuta. Sin embargo, mi predecesora, se alimentaba a diario con una considerable mala uva. Aunque pensándolo bien, mi malhumorada abuela, cocinaba como una monja de clausura y sus guisos sabían a gloria del cielo. Pero era una mujer tan rigurosa y extremada, que acababa asfixiando la condición bonachona de mi abuelo, su marido. El viejo, era su principal peón. El miembro más apacible de la familia y el que mejor bailaba al ritmo marcial de la percusión que tocaba, continuamente, mi abuela materna.
         Cuando murió mi madre, su carácter autoritario engordó hasta el infinito. Su desconsuelo lo transformó en un escozor que estaba presente en casi todos sus actos. Aquel primer año lo pasé a su lado. Un calvario que no pude tragar por aquella boca diminuta de criatura enclenque y muy poca cosa.
         Su gran potestad era infinitamente superior a mi tragedia. Volví al pueblo como una muñeca estropeada y pasé de una vieja a otra vieja, como si hubiera saltado de casilla en el juego de la oca.
         El mundo era entonces muy viejo, muy traicionero, miserable y dramático como si alguien lo hubiera derribado, tan a mi lado, que me hizo perder en un pis, pas, la inocencia y las risitas bobaliconas de los niños mimados por sus progenitores.



jueves, 11 de marzo de 2010

ESTANQUE.

POSOS.

Perlas negras brillando bajo las ondas del agua.
Son los ojos
de una mujer mirando entre su soledad.
Joyas apagadas y endurecidas
como su propia existencia.
Entrañas de la fuente
en las que se reflejan, por igual,
el rastro opaco de la turbación
y los geranios encarnados de los filos.
Apariencias, suavizadas,
en lo profundo de ese líquido.
Formas enredadas en dulces carantoñas.
Exquisitas flores,
iluminando un perfil que no tiene descanso
y cuya sombra se esboza bajo la claridad del agua.
Ese rostro que finge estar flotando
o dibujado.

martes, 9 de marzo de 2010

ABISMOS A MIS PIES (Continuación)


         Después de indagar en esos dos viejos retratos de mis antepasados, el estruendo de una puerta en la planta baja, ha enmudecido el análisis algo temerario de mi cerebro. A continuación, una sombra extraña e inquieta se revuelve entre los estantes de la biblioteca, me reprende y me ruega, por favor, que deje a los muertos en paz ya que no pueden defenderse de esa embestida expuesta anteriormente.
         Una pausa angustiosa cae sobre la habitación. Pero, la sombra, por ahora, me abandona a mi suerte.
         Pasada esa pausa, mi cerebro sigue erre que erre, es terco como una mula y olvida pronto a ese fantasma que ha pedido, que me arrepienta, del giro que ha tomado mi conversación con el ordenador.
         Qué os parece. Por qué habría de tener motivos para abandonar tanta confesión. Qué lógica tendría, abandonar una empresa cuando todo está por hacer o, en este caso por decir. No es cierto que el temor no debiera coartarnos para sacar a colación aquello que deseamos exteriorizar porque nos oprime el corazón desde hace años, tanto como nos domina la duda o la desesperanza.
         Tal vez por eso decido seguir, aun a riesgo, de que algunas sombras aparezcan de cuando en cuando y remuevan en mis tripas con el argumento manido, de retractarme de mi declaración. Tal vez, esas sombras, envenenen mi razón con viejas culpas. Pero yo sigo imparable. Ya nadie debería abalanzarse contra lo que hoy pienso de lo que eché en falta alguna vez.
  
         En el portarretratos que hay en frente de mi rostro, he colocado a mis dos abuelas juntas. Son dos fotografías distintas que han ido a parar, dentro del mismo espacio de un marco.
         Si observo atentamente los rostros arrugados de mis dos abuelas, he de reconocer que físicamente, me parezco a ellas como un huevo se parece a una castaña. Es decir bien poca cosa. Sin embargo, a otros niveles heredé, de una, el brío y la terquedad, y de la otra, la mala costumbre de rumiar a todas horas. A veces, bisbiseo entre pasillos mientras recorro el jardín o la casa. Pero maldita la gracia que me hace esta herencia de mujeres excéntricas, porque Dios sabe hasta dónde llegaría este testigo que me pasó mi abuela paterna, si quisiera echar la vista atrás.
         Cuando me sorprenden en falta mi marido o mis hijos, me comen con la vista, se burlan de mí, y luego me hacen ver, que voy hablando a solas por la casa. En ese momento confieso que me atizaría de guantazos a mi misma, como si hubiera cometido un error irreparable que me deja desnuda ante los demás con particularidades, tan íntimas como ésta, expuestas ante la concurrencia y que se juzgan, publicamente, como las maneras de una pobre loca o al menos de una mujer extraviada entre pasillos, pero caminado con esa mente rumiante de animal bovino.

viernes, 5 de marzo de 2010

FLOR.


CAMPANAS.

Repiques de alivio
y cascos de feria y de recreo.

Oh, goce
mi voluntad tiene un antojo,
que llegue el caballo
y me acaricie el alma
con las crines del cortejo.

Oh, luna cercana
anúnciate como es debido
en el quicio de la puerta
y deja entreabrirse, de nuevo,
la pista del deseo.

Oh, vida intolerable
lisonjéame con flor y cielo
y funde entre la niebla
mis tristes ojos
de estrella melancólica.

jueves, 4 de marzo de 2010

ABISMOS A MIS PIES (Continuación)


         Sentada delante de esta mesa de cristal velado, oigo borbotear los retratos de mis antepasados como si quisieran llenar con su ruido el vacío de este cuarto de trabajo. La biblioteca está ubicada frente a mí y entre dos paredes unidas en ángulo recto.
         En la estantería de la izquierda dos viejos retratos me recuerdan que una vez, de niña, pasé una temporada en la capital de España.
         Mi madre llevaba un año muerta.
         Uno de esos retratos es de un hermano de mi abuela paterna a cuya casa fui a parar en aquel tiempo, pero cuando mi pariente ya había muerto. En el retrato está muy guapo. Pero mi tío abuelo sucumbió encarcelado después de terminar la guerra. Hay algo en él, que me recuerda a mi padre y al único hermano de mi padre, que aún sigue vivo. Quizás ese paralelismo se me muestra por sus cejas espesas, su mirada clavada pero serena y sus gruesos labios. Esencias que identifican a los hombres de mi familia, incluidos mis dos hijos.
         Al lado de mi pariente tengo colocado el retrato de su hija. En la fotografía debe tener nueve o diez años. La niña aparece vestida con un atuendo de pastora. Tiene un sombrero sobre la cabeza y una pandereta cogida entre sus manos. La instantánea debió tomarse para las representaciones de la escuela, durante alguna Navidad. Era tan guapa como su padre. Pero cuando yo la conocí tenía algo menos de treinta años. Y en aquel entonces era una joven muy delgada y admirable. Ella fue un relámpago indispensable durante el tiempo que duró mi paso por Madrid. Irradiaba mucha vida y se convirtió, en aquellos largos meses, en mi hada protectora. Era divertida, paciente y apasionada. Trabajaba en una entidad bancaria pero antes había sido novicia en una orden religiosa. Lo dejó, aunque no recuerdo por qué. Sin embargo, puedo suponer, que su alborozo y su rebeldía no casaban con la vida sumisa de un convento. Pero le quedaba esa bondad que le llevó a imaginar, alguna vez, que podría realizarse o ser feliz dentro de una orden religiosa.
         Hace cinco años hablé con ella por teléfono después de un silencio, entre las dos, de cuarenta años. Tenía el mismo timbre de voz que yo recordaba. Se lo dije. Desde el principio de la conversación parecía, que habíamos hablado el mismísimo día anterior. Todavía existía aquel vínculo invisible entre nosotras. La conversación salió sola. Las taquicardias a uno y otro lado del aparato, nos intranquilizaron pero tratábamos de encubrirlas. Aunque la voz temblona nos delataba a través del teléfono.
         Pero quien realmente me cuidó aquel año en Madrid fue la esposa viuda de mi tío. Aquella era una mujer sin corazón, de mano dura, golpe fácil y muy irritable. A menudo, me atemorizaba. Su presencia me daba frío. Su mano ligera silbaba en el aire hasta que se plantaba en mi cara o en mi trasero. Rabiaba como una histérica a todas horas. Era un esperpento que vino a parar a mi infancia de huérfana, no se cómo. En todo caso las razones por las que llegué a la capital de España nunca fueron del todo justificadas. Sin embargo, si sé, que respirar en aquella casa, lo recuerdo ahora, como una tarea ardua o como si me hubieran castigado en el infierno.
         Enfermé de forma grave en aquella ciudad. No comía y me quedé tan anoréxica que mi vida peligraba. Supongo, que además de tener dentro de mis intestinos un gusano -una tenia- que me estaba comiendo las entrañas, enfermé simplemente de pura y clarísima melancolía. Porque cuando mi joven prima estaba en su trabajo, aquella mujer agria y de pésimos atributos morales se ensañaba conmigo, sin miramiento alguno. Daba cachetes en mi culo hasta hacerme moratones. De mí, le irritaba todo. Aunque sospecho que no era nada fácil tratar con la insubordinación que me habían dejado los traumas.
         Sin embargo, aquellos tiempos tan adversos trajeron hasta mí, de forma inconsciente, la rebelión contra mi padre, cuya estela, me duraría toda la vida.

LA MANZANA DE EVA


miércoles, 3 de marzo de 2010

ABISMOS A MIS PIES (Continuación)

        
         A continuación empiezo a tener miedo de que los cientos de libros de mi estantería se abran a la vez y me narren historias interminables de sueños o soledades parecidas a la mía. O, por qué no, de que las fotografías antiguas de mi familia que puse sobre un par de estantes, se hechicen, y de repente cobren vida y me hablen sus rostros color sepia plantados frente a mí. Es decir, que salgan hacia fuera desde esas tinieblas que yo quisiera haber dejado atrás con la travesía de los años pero que sin embargo a menudo, sus historias, aun sin quererlo, me dejan extenuada porque han envejecido conmigo gracias a que mi insistente memoria me platica, a cada instante, por lo bajo. Y me razona de aquellos rotos o aquellos descosidos que los asfixiaron en vida y que ahora, admitido, acaban por desgarrarme el alma y mi ansiado arrojo.
         Pero igualmente, mis parientes fallecidos podrían maldecirme desde sus retratos o abalanzarse, todos en grupo contra mí, o por qué no, gruñirme al unísono, por lanzar al aire intangible de la Red, los trapos sucios de la familia. Porque cada vez que abro mis pensamientos y llevo mis cuitas a la pantalla es como si se levantara una bandada de pájaros llevando en el pico mis calcinados asuntos, expatriándolos, por los confines de la tierra.
         ¡Extraña sensación! la de lavar mis trapos en Internet y reconozco que, cuando lo hago, mi cabeza protesta y mi cuerpo tiembla si pienso como se extienden las ondas de esa inseguridad que me hace proyectar, con tanto atrevimiento al aire digital, una realidad, mitad crudeza mitad espejismos, pero cuyos resultados pasan por mi cabeza como nubes inestables y en constante movimiento. Una enorme fuerza en expansión que no controlo en absoluto ya que es un impulso interior que no atiende a razón sensata alguna. Lo que cuento se adueñó de mí, y hoy en día es como un terremoto que necesita soltar toda su fuerza para destruir lo viejo y luego volverse a reconstruir, eso sí, Dios sabe cómo. Pero el acabado futuro de éste continuo indagar en mis profundidades es algo que yo no controlo pero que indudablemente sabe dominarme. El futuro, sin lugar a dudas es una trampa y otro fantasma que nunca me abandona. Algo tan opresivo en si mismo como la desesperanza.
         Pero todo este barullo viene a cuento, de que hay algo que no es caprichoso en mí y que no quiere dejarme olvidar quién era yo antes de todo esto, por más que la desgana de remover en mis cenizas me apremie a menudo para dejar quietos ciertos asuntos ya inamovibles. Y que mi futuro, será por supuesto, algo incontrolable y a lo que no puedo interpelar por ahora.

PAREJA DE DAMAS.


lunes, 1 de marzo de 2010

ABISMOS A MIS PIES(Continuación)


         Justo al lado del cuarto de mi hija, está siempre entreabierta la puerta de mi despacho. Casi todos los días, durante unas tres horas, me siento ante mi mesa de cristal velado y patas de acero. Luego abro el ordenador y garabateo bobadas como las expuestas anteriormente. Bobadas o mejor dicho absolutos disparates que dejo caer en el ordenador como si este artilugio fuera un lavadero de aquellos del pueblo, donde muchos días iban a parar las ropas sucias de cada uno de los vecinos de mi localidad de nacimiento. Y después de escribir tanta paparruchada sin aparente sentido además de mis asuntos más reservados, todo se congela, dentro de la pantalla del ordenador.
         Y entiendo que hago algo parecido, a pequeños envoltorios ordenados en bolsas, y que al punto los embuto en esta computadora que hace las veces de un congelador, pensándolo bien eso parece, un congelador que conserva intactos los pensamientos que un día pasaron por mi cabeza. Aunque, los comprimo, como si fueran carne o pescado congelado, con la intención de utilizarlos días o meses después.
         Más tarde, cuando repaso lo que escribí tiempo atrás, es como si no hubiera perdido para siempre, esa visión encubierta, que poseen todas las cosas, incluidas, las empresas más rutinarias, o por qué no, me pregunto, las más frágiles o delicadas.
         Realmente, yo asocio este diminuto cuarto al silencio total y absoluto, a mi libertad o a un prado repleto de hierba, quietud y soledad. Pero asimismo a un espacio, donde puedo pensar por mi cuenta y por supuesto donde pongo mi cerebro a prueba y en constante ebullición. Es un reto, o un experimento casi científico, aferrarse a lo traumas y abrirlos de nuevo en mi cerebro como si fueran ratas de laboratorio para poder rebuscar entre sus entrañas, en qué momento o en dónde se aferró la patología o en qué lugar recóndito de las vísceras se incrustaron las piedras que periódicamente me producen cólicos para morirse de dolor o rabia. Por eso mismo, hay veces, que cuando escribo un considerable número de páginas y durante mucho rato, el cuarto se trasforma en algo despiadado que pretende juguetear conmigo al peligroso juego del ahorcado. Entonces dentro y fuera del cuarto suele retumbar una tormenta que me precipita entre la oscuridad, y luego me pesa tanto como una tonelada de algo.
         Sin embargo, yo odio ese momento en que se embruja mi diminuto santuario y empiezan a inquietarse los bolígrafos de mi lapicero y el teclado del ordenador tiembla de manera tan cobarde, que en segundos, parpadea el flexo y me manda señales telegráficas de auxilio a base de fogonazos de luz azul y fría. Y más parece que esos fogonazos me advirtieran del peligro de continuar plasmando con palabras, en la Red, mi flotante estado de ánimo que se sostiene periódicamente alimentado en mi cabeza de miedo y de ánimo, alternándose, en un continuo zig-zag.
         En fin que acabo hasta las narices del ordenador y de confesar lo casi inconfesable, y es entonces, cuando apago de inmediato esta máquina que acaba después de largo rato dejándome una hermosa cicatriz, o como si me hubieran hecho trocitos pequeñitos con el hacha afilada de un leñador. Desde luego no me queda más remedio que reconocer, que todo lo que imagino o todo lo que pienso tiene un doble filo. Un doble filo, que corta bastante bien por uno de sus lados.