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sábado, 19 de marzo de 2011

ALUCINACIÓN

    
         Despierto medio sorprendida medio hipnotizada. En todo caso, aturdida, por un sueño que he retenido vividamente y más parece, que hubiera estado lúcida durante el transcurso del descanso noctámbulo.

         Recuerdo algunos detalles de la pesadilla, esa ficción alucinante, que transcurrió como algo real mientras estaba dormida. Hay pinceladas que se me han quedado fijas como si hubiera tomado una de mis fotografías durante esa nebulosa que se inventó el subconsciente cuando descansaba. Y recuerdo fielmente mi cuarto de la infancia, mi cama pegada al tabique de la pared, un fuerte hedor bajo la cama y ese cuerpo infantil echado sobre el filo del catre moviendo la cabeza de un lado para otro, buscando la procedencia de tanta fetidez. Bajo el cabezal del camastro encontré tres huevos cocidos, pelados y con olor a podrido. Supuse, que habría sido mi astuto perro de hoy en día, quien los habría acarreado entre los dientes y abandonado bajo la cama, ¡vaya usted a saber cuándo! a razón de lo que viciaban el ambiente. Después me levante y caminé hasta la puerta de la recámara, bajé sus dos escalones y me moví inquieta por la sala.

         Delante de mis ojos, reparé en la vieja mesa del comedor y sobre aquella enorme tablazón, sólida como una roca pero renegrida, reposaba una canasta enormemente deteriorada y fuera de la cesta, había más huevos cocidos y aunque no apestaban, tenían la cáscara rota y a medio quitar. En un rincón de la sala los despojos de mi abuela, sentados sobre una rancia mecedora, se mecían continuamente sobre el balancín tal como lo hacía su persona, cuando aún estaba viva. Tenía un escrito zurcido sobre el andrajo del pecho que me avisaba con palabras corrosivas de tanto “cansancio acumulado”. Sin embargo, cuando miré atentamente su fisonomía, observé que su rostro se había trasformado en el mío pero con excesivas estrías de anciana.