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miércoles, 9 de febrero de 2011

INTROMISIÓN


          Durante el día deambulo constantemente por la planta donde escribo (la planta alta de la casa). Hay más de un metro de puerta a puerta y hay seis puertas. O siete si cuento la del ventanal que da a la terraza. Puedo hacer lo que me plazca, escribir, dibujar, leer… Pero no siempre lo hago. Así que a veces meto las narices donde no me llaman. Cuartos ajenos que tienen vida propia.

         Abro una puerta y me quedo de pie sujeta al marco mirando en el interior de la penumbra de un cuarto que está deshabitado, cerrada la ventana y bajadas las rejillas de la persiana. Y veo solo volúmenes oscurecidos y a primera vista un vacío un tanto particular, tanto, que si pulsara un botón se abriría solo, el cauce paradójico de la memoria. En los cuartos vacíos, aparentemente, todo está, como escondido en un conducto angosto de la remembranza. Porque todo lo que queda de ese ámbito que un día ocupó alguien, está latente pero lo absorben los armarios, la mesa de trabajo, las estanterías, el lecho… así que me dedico a mirar atentamente, persuadida por ese abandono que exhala la estancia, e imagino, que tal espacio en cierto modo está encantado. En esa penumbra todo se vuelve arcano al mismo tiempo que opresivo. Un recinto angustioso que te invita, por segundos, a salir por piernas de ese mundo ahogado entre un mobiliario inhabilitado. Y repasando lo vivido comprendo, no solo que es absurdo hacerlo, sino que además es un arduo trabajo que me deja verdaderamente exhausta.

         Pero abro otra puerta y a menudo hay otro ser humano delante del rumor vibrante y frío de la pantalla de un ordenador. Y oyes la respiración agradable de alguien que sin hablar una sola palabra te dice que felizmente no estás sola, sin embargo, lo que tú ves de espaldas, es un ser subyugado que se ha convertido en un autómata abducido por un extraño artefacto del que se desprende una luz blanca muy artificial y otro vacío distinto al de la estancia cerrada, pero que igualmente se dispara desde esa pantalla digital como un proyectil, velado, es verdad, por esta fabulosa realidad de la casa, pero que sin duda en su recorrido silba como una bala y desde luego explosiona contra mí.

         Nada es perfecto. Tampoco lo es este prisma octogonal de excelsos volúmenes bajo cuyo techo duermo.