En las tardes tórridas de verano
y en la distancia de la soledad,
escucho,
el canto denso de unas llamas
cuando en mi tierra
se quemaba un extenso matorral.
Ese crujido oscilante y seco,
que hacía lloviznar en el aire
el fulgor del fuego suspendido,
se muere hoy en mi memoria
y en las remotas noches de S. Juan.
Aquella brujería,
donde ardían nuestras máscaras
y sonaba a eterna la música ancestral,
formaba un coro de lobos jadeantes
danzando en círculo
alrededor de una hoguera.
Pero tal fiebre
provocaba cierto hechizo estacional
y de ese deseo encendido
afloraba una magia en el aire
y en los labios,
un exquisito bebedizo.
Hacia la medianoche
aquellas agitadas sombras, perdían su nombre,
y un ciento de rostros invisibles
paladeaban el dulce vino del estío
y el roce ardiente de otro pecho.
Y si arrugábamos los párpados
y desenfocábamos,
nuestro escaso campo visual,
el mundo se volvía virgen
o ¡Dios sabe! si enteramente del revés,
porque en un soplo,
nos cubría un manto de fuego
y estrellas
y ¡todo eran chispas! acariciando la noche
las flores
y la luna,
y los endebles hilos del amor.