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martes, 30 de noviembre de 2010

CURSO DE AGUA.


GRIETAS.


         Pasaba los días delante de un ordenador. Por eso mismo, cada jornada suya, era comparable a cualquier otra. Estaba atrapado por aquel ordenador de pantalla traslucida pero de luz muy fría. Totalmente aferrado a la computadora como si viviera atado a un poste telegráfico, se quedaba todo el tiempo mirando a través de aquel cristal como si ese vidrio fuese el único espacio trasparente en donde resplandecería su cara. Un rostro ensimismado frente a cientos de ventanas digitales, abiertas, tras esa “bola” de cristal de fondo blanco o azulado. A diario, su cuerpo, se mantenía pegado a ese artilugio informatizado. Sus dos brazos eran poderosos tentáculos salidos del grosor de un pulpo gigante y cristalino. Sin embargo, cuando regresaba de nuevo a este lado de la creación desde esa vida analógica pero incompleta, reaparecía, con los ojos abiertos de par en par y como un ser que ha vivido una gran experiencia de fe o por el contrario, un intenso ritual satánico.
         Una mañana esa pantalla se lo tragó hacia dentro como si se tratase de un bocado suculento que entraba fulminante por una garganta maleable y sin fondo. Lo vi desaparecer lo mismo que si lo hubiera engullido la fuerza imparable de un remolino en el mar. No obstante, se evaporó, con el rostro lleno de una exultación casi lerda.
         Frank, regresó a los tres días pero ya no era aquel joven agradable de antes. Su expresión era grave y su rostro apareció lleno de angustia. Le pesaba el hombro como si hubiera reaparecido tirando de un gravoso saco. Surgió de aquel vacío lleno de heridas igual que alguien que estuvo prisionero en una guerra. Una cruzada secreta y por lo tanto incomprensible para mí. Volvió agitado y con la experiencia de la muerte en el mohín de su cara. Tal experimento lo arrojó hacia fuera seriamente derrumbado. Inesperadamente, su valiosa jovialidad se transformó en clarísima apatía.
         Lleno de vértigo se dejó arrastrar por las calles de la ciudad como si aquellas travesías fuesen su próximo destino. Se paseó por la urbe como un espectro inmortal cuya presencia nadie vería. No recuerda cómo empezó esa perniciosa dependencia que lo había abducido hacia el otro lado del ordenador. Sin embargo, admitía, el pésimo resultado que tal subordinación había ocasionado en su plácido mundo. A partir de ahora viviría consumido y como un ser mutante, mimetizado, con el color del asfalto o de la tierra. Un ser de ojos grises caminando por una ciudad en la que nadie lo había inmortalizado. Contemplaría la metrópoli con estupor y con aires sólo de memoria. Sobre todo, como alguien que se ha quedado una larga temporada en coma. Tal vez, se trasformó dentro de esa pantalla vidriosa, en un viejo que tira de siglos de fatiga y de olvido.