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miércoles, 3 de febrero de 2010

ME RODEO DE PENSAMIENTOS


ABISMOS A MIS PIES(Continuación)

         El cuarto de mi hija siempre me ha parecido una nube esponjosa de feria, muy dulce, y pintado, de rosa pálido en las paredes. El techo es blanco y los muebles color cerezo muy oscuro. En la pared de la izquierda en la que no existen estanterías con libros, hay colocadas unos retratos de ella, ampliados, a un tamaño muy considerable. Se imprimieron en papel digital y se pegaron sobre material Foam. No están enmarcados, se colocaron, tal cual sobre la pared rosácea con una cinta de doble cara adhesiva. La pared está divida, del zócalo, por una fina moldura de escayola blanca. El zócalo está decorado con un papel pintado de franjas verticales, muy pastelazo.

         Las fotografías se las hice en las Islas Mauricio hace tres años. Viajé con toda la familia hasta el océano Índico. Fue un viaje organizado por mi cincuenta cumpleaños.

         Ese viaje se financió con parte del capital que me había dejado mi padre, cuando murió de infarto unos meses antes. Ironías del destino. No es que me relama hablando de cómo he gastado el patrimonio que él amasó a base de sacrificios. Nada de eso, en realidad me sentía asquerosa cada vez que le daba un uso ocioso a su dinero. Como si mi conducta me diera miedo porque no actuaba noblemente. Me sentía indigna o peor aún, como una sabandija, pensando que dilapidaba unos buenos ahorros que tal vez no merecía haber recogido. ¡Por Dios santo! toda la vida depositando sentimientos de culpa en mi cerebro, en recíproco orden a como mi padre depositaba dinero en el banco. Pero, qué demonios, los dedos se le agilizaban cuando los billetes se le colaban por las manos. Sin embargo, levantemos ahora ese tema, porque no quiero encresparme como hace un rato en el cuarto de baño delante de esa maceta con poderes maléficos. En fin, que me quedo sin habla o desquiciada, cuando recurro a este argumento tan repetido que me pone enferma.

         Mi hija, es la modelo perfecta para mi cámara fotográfica, sobre todo, cuando no puedo recurrir a otras tácticas de la profesión o a cualquier otra persona. Le gusta posar, siempre y cuando no esté de mala uva, porque a pesar de esa timidez o prudencia que la caracterizan, de vez en cuando, le sale cierto carácter que a mí me sabe a vinagre. Aunque, mirándola a través de la cámara, he de reconocer que puede transformarse como si poseyera de manera innata la virtud de ser una mujer camaleónica.
         Hay ocasiones en las que terminamos azoradas de tanto disparo de cámara.

         Mi hija es rubia, tiene los ojos grandes color ámbar y son tan penetrantes y profundos como los de una fiera de la selva. Su cara es afilada y su cutis blanco. Su cuello es muy esbelto y parecido al de las jóvenes que le servían de musas al pintor manierista italiano El Parmigianino. Eso se lo dijo un dia un pintor amigo, y tal vez, llevaba algo de razón. O lo que es lo mismo, los artistas padecen deformación profesional y siempre están haciendo paralelismos.
         Sin embargo, en algunas de esas fotografías que yo le hago, parece que esconde algo recóndito detrás de su intrépida mirada.

         Hay un secreto oculto en su rostro, difícil de descifrar. Una opacidad que no deja traspasar muchas de sus cosas. Su intimidad la tiene acorazada bajo llave y puerta tras puerta. En realidad nadie sabe lo que piensa. Pero intuyo, que tiene un considerable mundo interior al que le ha colocado encima una piedra muy gruesa, tan pesada, como una losa de mármol. A mis ojos, ese mundo, se ha consumado en algo inaccesible. Violar, hoy por hoy, ese reino aparentemente tan subterráneo, me está prohibido. Nunca da facilidades a nadie para entrar en su inexplorado universo.
         Pero sinceramente, esa cerrazón, en ocasiones, me saca de quicio. Y a veces, me rechinan los dientes por la rabia de tener que estrellarme tan a menudo contra un muro de piedra.