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lunes, 4 de abril de 2011

PUERTAS DEL CORAZÓN

         Los momentos perfectos, cuando se dan, son tan volátiles como el movimiento sincronizado y pulcro de los párpados.
         Aunque, en realidad, tal perfección se halla en esa misma brevedad.
         Sin embargo, cuando desaparecen, la decepción se anida rápidamente en nuestro pensamiento, y nos preguntamos, qué hacer luego para superar con éxito, la evidencia, de que la cotidianidad nos circunda. Pues, tan breves momentos, a menudo se nos esfuman a la misma velocidad que antes nos aconteció tal magnitud. Pero cuando tales períodos se desvanecen, nos queda el trabajo de despertar, de comprender y de aceptar la realidad tal y como viene. Digamos, que son los saltos escalonados a dar, al recobrarse de cualquier ideal breve.
         Esto viene, me permito decir, a que en un mes he cambiado tres veces de lugar de residencia. Busco con ahínco esa felicidad que va y vuelve. Y se da la circunstancia, ahora, de que estoy en Madrid y me quedaré aquí mientras mi presencia sea necesaria. Vine a mimar a una persona a la que amo de manera incondicional y que adolece, de momento, de aniquilarse duramente. Devorarse uno mismo, se ha convertido, en el deporte nacional más practicado. Y aunque soy yo, la que tiene en su haber todos los trofeos dables a este pasatiempo patriota del masoquismo para el cual, yo misma asenté novísimas reglas y mis propios criterios, siempre hay quien me saca unas cuantas cabezas en esto de infringirse azotes mentales. La epidemia se extiende.
         Escribo, ahora, cuando me dejan las circunstancias. Bien poco. Y mientras tecleo, escucho los trinos de los pájaros que van de árbol en árbol. Pero, además oigo plenamente, la algarabía del recreo en un patio colindante de párvulos y a los cuidadores, llamando a la chiquillería al orden.

         Sin embargo, cuando deseo respirar temprano porque echo de menos el renacer de la primavera en mi jardín, salgo al balcón y debajo de mí, un huerto que crece salvaje bajo las ventanas en pleno centro de Madrid, me da la vida todas las mañanas. Los árboles, en este lugar desaliñado, viven poco más o menos en un estado crítico. Pero están brotando las hojas de una higuera cuyo verdor incipiente, me traslada, por un corredor imaginario y radiante, al pueblo que dejé hace dos semanas. Paisajes de infancia que heredó mi visión. Además, cuando sopla brisa, me invade la fragancia de los ramilletes de lilas que zarandeadas por el aire suben su olor hasta el balcón desde este trozo de tierra cercada por fuera, y abandonada y casi silvestre por dentro. Sea como fuere, este pedazo de espesura desatendida me da la fuerza persuasiva que necesito para transmitirle valor a mi ser querido, y casualmente, afligido de ánimo. Nos movemos en la misma senda los dos, y esos mismos mensajes de alivio que yo le mando al corazón noto como vibran segundos después en el mío. El lenguaje goza de un enorme poder balsámico.
         Se diría, que hemos llegado a un pacto compasivo y mutuo.