Seguidores

jueves, 22 de abril de 2010

ABISMOS A MIS PIES (Continuación).


                                                              Fuego en el hogar.

         Mi hijo es un trueno. De hecho, su cuerpo es imponente y musculoso y tiene un rostro de cine que embriaga a las jóvenes desde que era un adolescente. Sin embargo, él sólo tiene ojos para un álamo de movimientos seductores, en cuya resistencia, se apoya fuertemente.
         Pero cuando mi retoño de incalculable estatura, se enfada, derrocha también composturas poco moderadas y aviva en un solo pestañeo una llama enrarecida, cuya reacción, puede echar a temblar esta casa, ya que se abre, un nuevo brote -de abismos bajo mis pies¬-. Tal como si un meteorito hubiera caído sobre la tierra y en esa profundidad sin límites lo único que veo es el rostro volátil de mi padre –yo diría extracorpóreo- que mueve sus labios como un dibujo animado con movimientos pausados y me insinúa, desde la hondura de esa sima;
          _Donde las dan las toman hija de mi vida. Ahora te toca aguantar a ti tu palo.
         No es que mi padre fuera vengativo, ¿ó sí? Pero desde luego, soy yo la que me imagino expiando mi grandísima porción de culpas.

         Yo que puedo ser mujer impávida pero, que además soy lengua; yo muda, rígida, yo llanto, pantano, yo quien besa, quien abomina, quien maldice, quien detesta quien reniega, quien mima y mezcla en su cabeza una cadena interminable de sentimientos encontrados. Yo alguien sin rostro… esa invisible madre, hija, esposa que piensa tanto y que es un híbrido entre roedor y pájaro, pero que sobre todo muerde fantasmas de forma anónima, entre las sombras que cruzan a mi alrededor cuando alguien se desmanda.

         Y aunque nuestro nido es grande, tan grande que los sonidos se dispersan al segundo, cuando mi niño baja la escalera encolerizado, es descarado en sus movimientos y levanta un gran escándalo. Es exageradamente atronador y sus pies son un galimatías de piruetas, como si hubiera olvidado echar suavemente sus pasos por los peldaños de la escalinata. Desde luego, en esos momentos, a mí me parece un elefante moviéndose como una apisonadora en una cacharrería. Además, cuando anda por la galería de morros, a cada paso que da, aparentemente, sus zapatillas cobran vida y la posibilidad de que a ese calzado le crezcan alas como a los pájaros y se echen a volar por los pasillos haciendo cabriolas en su vuelo. Sin embargo, a veces me hundo entre la barriga de esa tormenta que desata mi amadísimo hijo de cuando en cuando, puesto que le tengo miedo al descontrol de los relámpagos desde que era niña. Mas, tengo que reconocer, que todo en él es breve, como la electricidad que despliega la descarga del rayo.
         En fin, que la palabra mesura no entra en el diccionario que utiliza mi hijo.
        Así que, cuando concluye su visita, esta vivienda entra durante unos días en una calma chicha –un caos calmo, que diría Veronesi- indiscutiblemente necesario. Y al instante de marcharse me quedo moribunda y ese tropel que dejó y que me alcanza de pleno mientras se mantiene el encuentro, entra, punto más o menos, en un henchido sueño reparador.