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sábado, 23 de enero de 2010

LA FUERZA DE LA LUZ.




ABISMOS A MIS PIES (Continuación)

         La mañana se hace larga y mi horizonte vital, lo devoro a mordiscos  graduados. Porque, una vez que dejo la habitación amarilla, escucho como se filtran hacia la galería, por el tabique de división, los rumores inagotables de la habitación de al lado.
         Mi hija es la menor de la casa. Su puerta la despliego cada día. Sus paredes hablan como los arroyos en los valles. Susurrantes e invariables. Aunque, su habitación, igual que las otras está totalmente a oscuras. Sin embargo, cada vez que practico ese ritual de traspasar su puerta, aparece el croar de  mi llanto rodando por mis mejillas. Todo enmudece en el acto en esta penumbra. Sólo hablan mis ojos a través de mis lágrimas. Aún más, el poder de l llanto irrumpe hasta en mi descanso nocturno. Al emigrar el último de mis vástagos, han salido de estos ojos vidriosos todos los anfibios atrapados durante años y ahora croan sin parar desde finales de verano, cuando mi hija dejó su hogar, y montó su refugio en Roma.
         Ahora la imagino, indiferente, pero sobre todo ignorante de mi desconsuelo, además de gozando de la ciudad eterna como haría cualquier joven atolondrada o convulsionada por tantas expectativas de independencia y de futuro.     
         Hace años que mi llanto no era tan real, tan intenso, tan continuo, y mucho menos tan ciego. Me despierto por la mañana y al instante me asfixio como si me rodeara el humo. He perdido profundidad de campo y la sin razón, definitivamente, me asiste a cada instante. Por eso esta mañana repaso la vivienda, escrutadota, y con lupa de aumento entre mis manos como si jugueteara con una ficha entre los dedos convertida de pronto en el silencio que devora hoy toda la casa. Realmente parece un castigo que me impuesto esta mañana en mitad de ete epacio silencioso mientras el otoño va trazando fuera un agugero de aire frío
          Los cuartos deshabitados me parecen desvanes silenciosos. Sólo que en ellos reina el orden en vez de reinar el caos que rige en los altillos de algunas viviendas.
          En su cuarto, entre tanto y mientras vuelve, cuando lo abro, solo veo sus ojos acaramelados y penetrantes. Es como si una lechuza me acompañara en la penumbra. Todo lo demás que se quedó dentro, duerme profundamente.