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miércoles, 7 de marzo de 2012

LA TIENDA DE LOS MILAGROS.


              Por la habitación se cruzaba el agua de la bahía…
          El sol le traía reflejadas las curvaturas azuladas del mar mientras el perfil de sus ondas se removía sobre la pared. Aquel resplandor, con su inducción óptica, creaba brillos entre la cal del muro y acurrucada bajo la ropa de cama el amanecer era muy hermoso. La vida se encendía más temprano que nunca y propagaba su luz a la manera súbita que se irradia una risa espontánea llenando de esperanza un cuarto. Allí dentro cabía un mundo entero de humanidad y se le disparaba por completo la compasión por si misma.
         Cuando estiraba uno de sus brazos acariciaba el agua dibujada en la pared y si abría el ventanal, olía a eucaliptos y a sal del litoral y segundos después, se escuchaba impetuoso el rompiente del acantilado en ese hacer y deshacer perpetuo y brusco de sus virutas de espuma.  Ella apretaba sus ojos y al minuto se giraban de un lado a otro del cuarto, como en un ciclo instintivo, que seguía el surco luminoso del cielo. En aquella repetición casi física, percibía los destellos vivos chispeando entre sus globos oculares cerrados. Pero si abría sus oídos al escollo de las olas presentía el ritmo único de sus incontrolados gritos. Al fin y al cabo estaba sola y descubría un insólito placer al oír las súplicas agitadas del mar en su desgarro.
         La masa de agua sacudía sus brazos y esa marea  era la razón única por la que se adivinaba aceptada de un modo imprevisto. Almas gemelas, la mujer y las olas, eran sorbidas por una tribulación feroz que hallaba su placer al romperse todos sus secretos contra la batiente de la costa.
          Por las mañanas remontaba el borde del precipicio y como si hubiera sido de acero afilado igual al de un cuchillo, incubaba cierta rebelión de ánimo en la ascensión errabunda entre las rocas. Y si miraba el torbellino de las olas despedazando el arrecife, sentía las ansias del mar gritándola al unísono, con esa violencia insondable en la que a veces sucumben los seres vagamundos llevándose consigo su abandono. Aquella desatada caverna de agua, dilataba su inmenso espíritu y en un preciso sorbo pronto libaba entre el cieno de su boca.
          Era aquel automatismo incontrolado del mar el que sabía hacerla feliz o hechizarla, diluyendo rápido el espanto.

          Esa mujer se había mudado a un pueblo encalado del litoral. La parte trasera del muro de la casa miraba hacia el quebrado de la costa. La alzada frontal de la vivienda daba a una plazuela en cuyo espacio circular, a todas horas, hacia aguas un insaciable silencio. Desde el balcón abierto la mirada se le detenía en la cal impoluta de las fachadas, en la taberna del lugar por cuya puerta salían los hombres tan ociosos como entraban, y en el letrero de un comercio antiguo en cuyo rótulo rezaba “La tienda de los milagros”.  
          La inscripción del local la hipnotizaba como un engañoso anzuelo que daba alas a su fantasía. Leía y se le producía una alquimia salobre dentro de los ojos como si alguien le hubiera clavado un beso de alambique en su córnea y al punto se agitase un mundo púrpura en el interior  de sus órbitas vacías. O como si detrás de aquel rótulo se ocultara alguna magia fortuita, tal vez, porque deseaba imaginar que en la médula secreta del interior del negocio, sólo se despachaban, insólitos enigmas envueltos con delicadeza bajo el destello de un trozo de celofán.

  
Por mí regresan las olas
como si rompieran la puerta del infierno.
Por mi la arena
se remueve como un torbellino.
Alli los suspiros
allí el llanto
alli el dolor eterno
y tantos puñados de agua
que van ligados,
a todos los instantes azules
que hipan ceñidos a mi rostro.