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viernes, 16 de julio de 2010

ABISMOS A MIS PIÉS ...


         No encuentro mejor oficio, hoy, que aplanarme en esta antesala y maquinar o inventar planes, aunque no comprenda bien, con qué finalidad. Nada mejor, esta mañana, que hacerle un agujero al asiento del sillón, implorando en nombre de la nada, que alguien o algo me revele mis futuros designios.
         Pero maquinando como estoy ahora, recuerdo de repente, que hace ya algún tiempo, una noche de enero, de auténtico frío, le ofrecí a mi cónyuge un vaso de leche caliente con miel antes de irnos a la cama -nunca me falla esta golosina cuando se la pongo como cebo durante el largo invierno-. Un anzuelo más que atrayente y con el que infaliblemente, pica el infeliz.
         Supongo que fui mala o al menos rematadamente diabólica y una de esas ideas venenosas atravesó como un relámpago mi mente. Un talento que poseo desde hace décadas, y por cuyo poder me he convertido ahora en adicta a pasatiempos inmorales con los que practico terapia nocturna -confieso, de nuevo, que mi cerebro es absolutamente ingobernable. Un molinete de viento impulsado en cada momento por el aire que silba en el ambiente. Esa es mi cabeza. Francamente una veleta sin ningún control. Porque mi cerebro, sin lugar a dudas, tiene alas. En fin, que durante las noches de vigilia gozo jugando al peligroso juego del ahorcado y abuso, inocentemente, de algunos personajes cotidianos totalmente ignorantes a mis peligrosos enredos desplegados, durante mis quilométricas madrugadas.
         Aquella noche, se me ocurrió la idea descabellada de soltar sobre la leche, ya trituradas, un comprimido de viagra y dos somníferos. Y aproximadamente media hora después, tapada hasta los ojos dentro de la cama contemplaba muerta de risa –disfruté como nadie de un cosquilleo en los labios de auténtica pájara- a mi marido todavía dando bandazos por la habitación admirado de su abultada bragueta y en paralelo, abriéndosele, de par en par, la boca. Por su expresión de asombro estaba experimentando una innegable incredulidad observando aquel promontorio sobresaliendo entre su pernera. Desde la cama, creía adivinar sus pensamientos de escepticismo y su estado mental de clarísima confusión. Aquella atalaya que percibía más abajo de su ombligo, imagino que pensó, era ilusoria. Ahí estaba el meollo de su incredulidad. No entendía nada. Pero, al mismo tiempo de descubrirse en ese estado de inconfesable euforia, se sentía intimidado por una plomiza modorra, más gigante aun, de lo acostumbrado en él.
         En realidad mi candoroso marido- hombre bueno donde los haya, pero igual de gélido que si lo hubieran parido erróneamente en el Ártico- no comprendía nada de lo que le estaba pasando de cintura para abajo.
        Su mujer, a sabiendas, le había dado la pócima mágica en paralelo a su castigo, para que no pudiera disfrutar de aquel artificioso pero dulce deseo de carnes. En realidad tan necia sanción me la infringí, yo misma. ¡Estúpida de mí, despilfarrar tal ocasión de tálamo!. Confieso, que además de veleta, de vez en cuando soy también dura como adoquín y me comporto enteramente como un asno.
         Cuando mi marido por fin se embutió en la cama, más adormecido que otra cosa, pero echando miraditas de soslayo a su entrepierna, sólo acertó a decir con su boca completamente pastosa y a rebosar de una letal adormidera.
         _Me siento francamente pesado, habré cenado mucho, nena.



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