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viernes, 20 de agosto de 2010

ABISMOS A MIS PIES....


         Pasados esos segundos de lluvia de impulsos insensatos, mi sentido común me dicta, que este hombre es por defecto de forma otro árbol caído. Y probablemente su mente y su cuerpo guardan silencio desde hace años para no ver lo que tiene delante y para no recordar lo mucho que perdió porque le haría daño y sufriría el mismo desgaste que soporto yo. Quizá gritaría también la palabra auxilio en plan desgarro, pero el es un hombre con mala memoria y olvida en seguida el miedo latente que atenaza nuestra relación. Aunque, es verdad, que si pregonara sus desvaríos, clamaría firmemente al cielo pero con otro talante a como voceo yo. Seguramente, buscando que sus propias palabras no le llovieran encima de la cabeza como si fueran un negro nubarrón. O, rogando a las alturas, que su propia mierda no lo cubriera después como un fétido miasma, haciéndole de capa. Son segundos, pero desde mi asiento repaso la sombra de su silueta, tiesa como un palo frente a mí, y percibo que sus silencios son tan temibles como ese muro invisible pero denso que nos separa, desde que empezó el otoño. Pero qué digo, si el otoño lleva con nosotros una larga década. Como si la estación hubiera hecho surgir de los cimientos de la casa los barrotes de una jaula y detrás de los hierros crece a sus anchas un bosque de silencios y de nudos en la garganta.

         Sin embargo, cuando ya ha pasado con trazo visionario y en plan relámpago, esa cadena de pensamientos delante de mí, el silencio amordaza de nuevo mi boca, aunque salvando primero ese escuálido instante que ha durado su vaga caricia. Desesperada por cualquier arrumaco, acabo recapacitando, que algo mínimo, es mejor que nada.

         Por lo demás, me alimento igualmente del esqueleto vivo de este espacio octogonal donde habito durante el día y la noche. Momento mágico, en que la casa abandona, embutida entre la oscuridad, ese insólito aspecto de prisma descomunal y sus aristas se trasforman entonces, en el gran círculo del tiempo.
         Cuando cae la noche, esta vivienda geométrica, consigue ponerme en órbita y a esas horas, yo viajo en el tiempo hacia atrás y hacia delante pero sin moverme de mi posición. Como si ante mis propias barbas acaeciera de repente un milagro fascinante, que a la par, despliega cierta influencia maléfica en la atmósfera del vestíbulo.



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