Los momentos perfectos, cuando se dan, son tan volátiles como el movimiento sincronizado y pulcro de los párpados.
Aunque, en realidad, tal perfección se halla en esa misma brevedad.
Sin embargo, cuando desaparecen, la decepción se anida rápidamente en nuestro pensamiento, y nos preguntamos, qué hacer luego para superar con éxito, la evidencia, de que la cotidianidad nos circunda. Pues, tan breves momentos, a menudo se nos esfuman a la misma velocidad que antes nos aconteció tal magnitud. Pero cuando tales períodos se desvanecen, nos queda el trabajo de despertar, de comprender y de aceptar la realidad tal y como viene. Digamos, que son los saltos escalonados a dar, al recobrarse de cualquier ideal breve.
Esto viene, me permito decir, a que en un mes he cambiado tres veces de lugar de residencia. Busco con ahínco esa felicidad que va y vuelve. Y se da la circunstancia, ahora, de que estoy en Madrid y me quedaré aquí mientras mi presencia sea necesaria. Vine a mimar a una persona a la que amo de manera incondicional y que adolece, de momento, de aniquilarse duramente. Devorarse uno mismo, se ha convertido, en el deporte nacional más practicado. Y aunque soy yo, la que tiene en su haber todos los trofeos dables a este pasatiempo patriota del masoquismo para el cual, yo misma asenté novísimas reglas y mis propios criterios, siempre hay quien me saca unas cuantas cabezas en esto de infringirse azotes mentales. La epidemia se extiende.
Escribo, ahora, cuando me dejan las circunstancias. Bien poco. Y mientras tecleo, escucho los trinos de los pájaros que van de árbol en árbol. Pero, además oigo plenamente, la algarabía del recreo en un patio colindante de párvulos y a los cuidadores, llamando a la chiquillería al orden.

Se diría, que hemos llegado a un pacto compasivo y mutuo.
Mi deseo de que la primavera inunde ese hogar que llevas dentro y, con ella, los brotes verdes resuciten este año con más fuerza que nunca. La felicidad es pasajera, pero también le gusta que la persigan. Lo vais a conseguir.
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